En la mesa roja de formica del comedor del diario no podía faltar, a la derecha de cada puesto, el vaso de agua mineral. Los jugos los bebíamos en el desayuno y las colas vivían un poco abandonadas en una oscura bodega congelada. Los vasos con agua mineral eran infaltables todos los días, pero era en carnaval cuando se volvían un peligro. El juego, casi siempre, lo empezaba mamá. Como quien no hace nada malo metía los dedos en su vaso y salpicaba un poco de agua a papá. Él se mostraba impávido y con voz tranquila le decía: No me busques. Mamá con picardía insistía en salpicarlo, hasta que él la sorprendía lanzándole el vaso entero de agua. Ese instante de inusual contravención era como un grito de libertad, en una casa donde la disciplina militar imperaba a la hora de sentarse a la mesa. Siempre fue un momento emocionante. Nos dividíamos en bandos, papá salía y secuestraba la manguera del jardín, mientras mamá era ama y señora de la llave de agua del fregadero de la cocina y de todos los utensilios que podíamos llenar. Cada quien escogía uno de acuerdo a su tamaño, me imagino que yo habré podido cargar un jarrito de hierro enlozado, porque ni siquiera iba al colegio.

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Supongo que la adrenalina fluía como cascada: gritos, risas, carreras y más risas nos llevaban por una diversión tan intensa como húmeda; tan loca como excepcional; y, tan linda como auténticamente ecuatoriana, porque el carnaval era tiempo de irreverencia, tiempo de empaparse entre amigos, entre gente querida, entre familias. Jamás mojamos a desconocidos, era un juego, no una agresión. La “salvajada” de tirar agua tenía como límite el respeto al otro, al que no quería jugar, al aburrido que se quedaba seco. Había respeto.

(...) no permitamos que la vida en Ecuador se vuelva una burda letra del peor reguetón posible.

Pepe Laso Rivadeneira en su libro Tiempos y palabras explica la razón de ser de esta suerte de ritual húmedo: “…porque en este tiempo especial del carnaval el mundo se vuelve ‘patas arriba’ y, por medio de la risa y de la parodia, la vida se regenera, juega e interpreta, bajo las leyes propias y la ambigüedad de la libertad carnavalesca y se opone a la cultura oficial, al tono serio del ejercicio de los poderes en una suerte de victoria efímera”. Y sí, el juego con agua nos dejaba limpios para empezar el Miércoles de Ceniza renovados, con el alma sonriente, con el corazón repleto de historias y con una sensación de que todos, toditos éramos iguales.

Vareíta, siento que te instalas en la nostalgia, me dijo un amigo. Y ¿qué hago si el presente no me gusta?, quise responderle, pero no me animé. Y cómo me va a gustar si vemos que somos una sociedad a la que el miedo, poco a poco, le va ganando la partida. Si no nos reconocemos en el otro. Si el prójimo ya no es el que está próximo, sino el potencial ladrón, estafador o mentiroso que se acerca (o se candidatiza) con malas intenciones. Hemos dejado de creer en las instituciones, en nuestros representantes, en nuestra cultura y en nuestros ideales.

Tenemos la obligación de buscar soluciones. Dejemos la pelea para el ring, mirémonos como país, no permitamos que la vida en Ecuador se vuelva una burda letra del peor reguetón posible. (O)