Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, finalmente está libre y en Australia, su país de origen. Bien por él. La noticia no consumiría más de una línea en este espacio editorial si no fuera porque su saga marcó un punto de inflexión para la política exterior del Ecuador, y en la ética de la lucha contrahegemónica a nivel mundial. Y empiezo por esta última. Hasta agosto del 2010, los ciudadanos revolucionarios y liberales del mundo celebraban las revelaciones de WikiLeaks porque ponían en evidencia algo que era ya vox populi entre quienes seguíamos temas internacionales: los abusos de la ocupación estadounidense de Irak y Afganistán. Fueron justamente activistas entusiastas con el liderazgo de Assange, víctimas de su abuso. Dos mujeres suecas que lo albergaron en 2010 lo denunciaron ante la policía por conducta sexual inapropiada. La megalomanía de Assange hizo que en lugar de ir a presentar su versión de descargo o –más fácil aún– presentara disculpas, convirtiera el evento en una oportunidad de acusar el hecho como “la treta perfecta de la CIA”, de paso excelente para lanzar su campaña de promoción global. No importó para nada al líder de la insurgencia contrahegemónica o a sus seguidores la suerte de esas mujeres o la veracidad de sus denuncias. Recuerdo que en 2010 algo tan elemental como defender a las mujeres dividió al movimiento feminista en Gran Bretaña, entre quienes las creyeron y quienes las consideraron meras fichas del Imperio, como si Assange hubiera puesto en evidencia los abusos en Irán, Rusia o Arabia Saudita.

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Por supuesto el canciller Patiño y todos sus adláteres decidieron por sí y ante sí que los derechos de las mujeres tampoco importaban. Lo que verdaderamente importaba era encajar la realidad en su ideológico sueño gramsciano de “juego de posiciones versus juego de movimientos”, donde soñaron que Assange era la jugada perfecta para tener notoriedad internacional. Ojo que digo notoriedad, no relevancia ni respetabilidad. Al final, el affaire Assange fue un bumerán para el mismo Gobierno que lo inició, el de Rafael Correa, porque visibilizó a nivel global las violaciones a los derechos humanos de muchos periodistas de verdad en el Ecuador, mientras defendía solo la libertad de expresión de un hacker profesional. Tampoco importó el hecho de que la figura de asilo político no aplicaba, pues Assange estaba acusado entonces de un delito común (la acusación estadounidense aún no existía) o, que los países europeos no eran signatarios de la Convención de Caracas. Tampoco importó la economía nacional, pues Ecuador estaba negociando un tratado de libre comercio con Europa e insultar a dos países miembros no mejoraba en nada su capacidad de maniobra.

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En síntesis, este es un caso de estudio sobre lo que no se debe hacer en política exterior, pero Ecuador no quiere aprender. Sigue dejando que un solo personaje viole convenios y prácticas internacionales, decida la jerarquía de derechos en todos los casos y, de paso, haga que el país acumule un récord difícil de igualar en el escenario internacional actual, y no precisamente para bien. Las mujeres seguimos siendo siempre daños colaterales en esa agenda. (O)