Me resulta excesivo hablar de “bellas artes”. El adjetivo parece excluir formas problemáticas del arte. Cierto horror, y no hay que ir a desvaríos contemporáneos gratuitamente desagradables, siempre ha existido en el arte, desde Caravaggio a Goya, hasta llegar al arte abyecto o las plastinaciones de Gunther von Hagens. Pero la razón del calificativo “bellas” buscaba en su origen diferenciar las artes prácticas o artesanales de las creaciones con una mayor complejidad que lo simplemente decorativo. Comento esto por la reciente serie de televisión Bellas artes, de los hermanos Duprat y Mariano Cohn. De ellos recordaba la película El ciudadano ilustre, protagonizada por Óscar Martínez, quien ahora vuelve a aparecer en la serie televisiva. El carácter seco y cínico del escritor de El ciudadano ilustre, que obtuvo el Premio Nobel de Literatura y que acepta volver a su humilde pueblo de la Argentina rural, para escarmiento de su ingenuidad sobre su origen, presta a malentendidos y resquemores, vuelve ahora en el papel de Antonio Dumas, un experto curador de arte que dirige un problemático Museo Iberoamericano de Arte Moderno de Madrid. Además está desencantado, no escatima sarcasmos harto de la mediocridad que se pretende vender como arte excelso por ser reivindicativo o militante, así que suelta cabreos y malas palabras sobre todo contra sí mismo por tolerar tales despropósitos. Dumas había participado en el concurso por el puesto de director del museo junto con dos activistas, una afrodescendiente y la otra militante feminista. Dumas señala delante del tribunal que es blanco, europeo, viejo y heterosexual y que las otras postulantes reúnen todos los lugares comunes de la corrección política, tipificadas casi de manual, y por lo tanto eran en realidad la opción más conservadora y segura por previsible. Contra todo pronóstico, Dumas gana el puesto. Pero eso es solo el comienzo de un viacrucis frente a la demagogia de un Ministerio de Cultura que tiembla como un corderito cobarde frente a las cancelaciones de redes sociales, a las que Dumas desmonta por sus pretensiones absurdas y gratuitas. Él no se cierra a las nuevas tendencias performativas, pero termina dándose cuenta de que son fanfarronadas, así como frente a artistas menores o mediocres dentro de un realismo convencional, como su vecino que insiste en mostrarle unos dibujos pésimos o un pintor amigo de la ministra de Cultura que consigue exponer durante seis meses en el museo.

El dilema de Dumas es el de la mayoría de personas que se llevan la mano a la frente por los absurdos y gratuidades de un mundo que parece haber perdido el rumbo del sentido común, de la sensatez, obligados a oscilar entre extremismos wokeo planfetarismos libertarios. Demagogia por parte de artistas como Ulah Groh, muda, turbada, reconcentrada en su no sé qué místico, intocable como si fuera una iluminada, y que termina agrediendo al público del museo; en el último momento, de no ser por la presencia de la policía, habría arremetido con un hacha contra el cuadro más importante del museo, una pintura al óleo, abstracto pionero del siglo XIX, pintado precisamente por una mujer española. Toda una señal de que deba ser la policía o la ley la que frene despropósitos y banalidades como estas. Demagógica también es una pareja que al contemplar una instalación donde unas babosas recorren las paredes transparentes de una caja de vidrio para dejar su rastro húmedo como metáfora de la fugacidad de la vida. Pero esto no es posible: pobres babosas, seres “sintientes” que son explotados por un artista y un museo insensible. Se desata el hashtag “Liberen a las babosas”. El museo que pretendía abrirse a nuevas formas de artes comete un error de insensibilidad, lo que revela al mismo tiempo el grado de exageración y ridículo al que se ha llegado. Un caso tras otro la serie muestra el teatro de nuestro tiempo de hipersensibilidad y de likes fáciles en redes que suponen que ese mundo burbuja es la realidad. No lo es. De hecho, son los menos. O que por operar con ese ruido de un circuito cerrado se modifica en algo la realidad. No se modifica nada. Así es como el Museo se revela como un campo de pruebas de lo absurdo, pero también como un lugar donde ni uno ni otro extremo pasan. Lo interesante de Dumas es que refleja el desencanto y el escepticismo de una gran mayoría silenciosa que empieza a estar de vuelta porque se las ha tenido que ver, por una parte, con los fantasmas de una falsa izquierda que se manifiesta en el espejismo woke de las redes sociales, ansiosa de un poder o de un talento o de un protagonismo que no tienen, pero que su fe incuestionable de secta le da una ilusión de consenso, y, por otra parte, una derecha que se pretende liberada o libertaria, pero que no sabe transar con las críticas, que tiene miedo a poner en diálogo a la tradición y renovarla, sospechando que perderá lo ganado, y prefiere dejarla en un ritual con oficiantes. Susan Neiman, autora de Izquierda no es woke, se preguntaba en busca de la sensatez y el equilibrio, frente a las acciones desproporcionadas de esa variante progresista: “¿Hemos de abandonar la búsqueda de la justicia porque tras las reivindicaciones de justicia se hayan ocultado a veces reivindicaciones de poder?”. Creo que no. Nunca hay que abandonar la búsqueda de justicia, o la búsqueda de la verdad, más que la idea de tener la verdad. Todo esto revela la serie Bellas artes, que podría titularse “Bellas demagógicas”, pero la misma serie se ha encargado de tachar el calificativo edulcorado y le ha puesto lo que finalmente son: malas artes. En su temple, Antonio Dumas no deja de molestarse por la frivolidad, el victimismo y la neurosis de los exacerbados que pone de manifiesto la vía artística, pero aun así sigue adelante, tratando de construir con sentido común donde los problemas reales van más allá de un tuit y de las manipulaciones de mala fe. (O)