Caducaron los valores y la gente abdicó de los límites. Caducó el derecho y el Estado se convirtió en dios.

Caducó la vergüenza y floreció el cinismo. Caducó la memoria y apostamos al olvido. Caducó la independencia y triunfó el acomodo. El pragmatismo es la regla, el inmediatismo es el horizonte, la superficialidad es el estilo. Probablemente eso explique la sensación de vacío que nos invade, y la pérdida de la capacidad de asombro frente a un mundo donde todo es posible.

¿Qué pasó? ¿En qué momento cambiaron las cosas? ¿Cuándo dejó de importar lo que fue importante? ¿Será verdad que renunciamos a la sensibilidad, al compromiso y a la solidaridad, y que suplantamos todo por la cotidiana ansiedad que produce el apetito de éxito, entendido como la tumba de los escrúpulos? Escrúpulos, vieja palabra que podría desaparecer del diccionario sin consecuencias, porque dejó de significar, de comprometer.

Resurrección, nueva vida

“Modernidad líquida”, decía Zygmunt Bauman, el filósofo que murió hace un tiempo y que advirtió, sin que nadie le haga caso, que vendría el imperio de la ligereza y la muerte de la cultura cuyos referentes se han diluido entre la trampa de las redes sociales, la pereza de la clase media y el acomodo de los “revolucionarios de sofá”.

Además, está la caducidad del sentido auténtico de la libertad, y está el hecho de que tanto va el cántaro al agua que al fin se rompe, porque la politización, la demagogia y el abuso de conceptos como democracia, derechos humanos, pueblo, respeto, etc., les han despojado de sentido, al punto que esas palabras ya no suscitan ilusión, no convocan, suenan a tambor de lata.

Nuevamente, los marcianos

Sociedad líquida, sin firmeza alguna, sin élites que piensen, conduzcan, propongan desde fuera de la política, y en contra de la política; que entiendan y promuevan la cultura como fruto del individuo y de la sociedad. Que piensen al Estado como herramienta, a la libertad como derecho esencial, a la dignidad como fundamento, a la integridad como sustancia de lo público y lo privado. Élites que no sean grupos de presión, que no confundan los intereses nacionales con el balance del año; élites que tengan autoridad moral, que hablen desde la altura en que les han colocado sus méritos, que sean inmunes al miedo, impermeables a la propaganda y a la corrupción.

Al tiempo que caducaron los referentes y pasaron de moda los valores, las élites desaparecieron.

En esas condiciones no puede haber sociedad articulada, habrá, como hay, masas, clientelas y no ciudadanía; la democracia cederá, como ha cedido, a las deformaciones del electoralismo; los derechos serán, como ya son, permiso revocable o pretexto para el abuso; las convicciones darán paso al cálculo.

La obediencia y la sumisión serán la regla, la rebeldía, cosa de locos, y la reflexión será pasatiempo de seres inactuales.

Ni qué hablar de ética, de integridad, o de responsabilidad profesional, porque esas ideas, esas vivencias, no prosperan en el fango de los pantanos. (O)