El trono de san Pedro está vacío. La cristiandad especula y espera la elección del nuevo vicario de Cristo. Una continuidad más equilibrada busca ratificarse ante la posibilidad de una restauración tradicionalista. Lord Voldemort se ha vuelto cardenal y debe conducir el tercer cónclave del XXI. Y es que el legendario actor Ralph Fiennes, otrora antagonista de Harry Potter, ha sido elegido para protagonizar, como decano del colegio cardenalicio, esta colosal obra de suspenso psicológico y realismo político, dirigida por Edward Berger y basada en la novela de Robert Harris. Cónclave (2024) es la película que con mayor condumio argumentativo nos aproxima al drama que, coincidencialmente, vive el catolicismo en este momento y sus colosales consecuencias en la geopolítica.
Varios son los temas que con sofisticada maestría aborda la película, el primero es la fina descripción de un proceso que, bajo el ropaje de una fórmula teológica, es fundamentalmente una disputa por el poder; y no solo una disputa personal, entre los líderes de una de las instituciones occidentales más poderosas del planeta, sino entre visiones casi antagónicas sobre el rol de la Iglesia ante las crisis del mundo contemporáneo. Por supuesto, la película se aproxima a la discusión sobre los fenómenos migratorios que suceden en Europa, pero que existen descarnadamente en otras regiones.
Parecería, incluso, que la tensión entre los cardenales con apertura a cambios y los conservadores es el síntoma de nuestro tiempo: una polarización que ha roto la posibilidad de consensos en los procesos electorales más recientes, tanto en las superpotencias como en los países periféricos, en donde la lucha por el poder ha implicado la legitimación de la vendetta y la anulación del adversario, es decir, la imposición de la visión del bando ganador a todo el entorno, sin que importen las reglas de juego de las sociedades democráticas y los derechos de los perdedores.
El segundo tema, y quizá el principal, tiene que ver con una reflexión sobre el poder, en cuanto a experiencia humana. Todos lo desean, sin que importe si es que están preparados para ejercerlo. Para muchos, la forma, legítima o no, de llegar a él es una simple trivialidad (pensarán, supongo, como el Adriano de Marguerite Yourcenar, para quien lo indispensable sobre el poder era demostrar merecerlo). En cualquier caso, el cardenal decano Thomas Lawrence (Ralph Fiennes, sí) nos enseña que el papado, como cualquier tipo de poder, es ante todo una carga y los únicos que suelen estar listos para ella, a veces sin alcanzarlo, son los que no lo buscan.
En cualquier caso, es una película maravillosa, con momentos fotográficos sublimes. Y si bien nada superará aún a las series papales de Paolo Sorrentino, sobre todo en su capacidad de recordarnos que con o sin el anillo del pescador la vida humana es solitaria, en Cónclave algo hay de esa lucidez, y también un prisma para entender la configuración actual de la política global y los grandes debates de nuestro tiempo, sin dejar de reiterar la más antigua forma de poder en tantos sistemas religiosos: el privilegio de tener testículos. (O)