Por los cincuenta años de la muerte de Picasso, uno de los museos dedicados a su obra, el de París, hizo una exposición de Sophie Calle en homenaje al pintor español. Los curadores del museo recomendaban verla en dos visitas, porque podría tomar tres horas, si no más. Calle suma a su trabajo visual muchos textos que exigen detenerse más tiempo de lo habitual para contemplar una obra. Esta desaceleración permite comprender la profunda implicación autobiográfica en su obra. Queda claro que para Calle mil palabras valen más que una imagen. A tal punto que enmarca el texto al lado de un cuadro collage que muestra a un espectador frente a un cuadro vacío de Rembrandt. En otra sala coloca una tela con un texto sobreimpreso, a modo de cortinilla a levantar para ver el fotograma. Pero primero hay que leer el texto. Esta pasión textual se percibe en la sala “Catálogo razonado de lo inconcluso”, donde cuenta su experiencia con Enrique Vila-Matas, que en uno de sus cuentos de Exploradores del abismo, titulado “Porque ella no lo pidió”, Calle es la protagonista refractada que debía vivir su vida tal como el texto lo indicaba. Calle muestra sus desafíos ambiciosos y deja por el suelo los intentos superfluos y banales de tanta autoficción que atosiga sin talento el arte y la literatura contemporánea.

Al mismo tiempo, pero en una exposición que se extenderá hasta abril de 2024, París también acoge la retrospectiva de Mark Rothko en la Fundación Louis Vuitton. Rothko está más allá del bien y del mal, pero creo que está más acá del siglo XXI, en pleno siglo XX. La retrospectiva está perfectamente equilibrada y muestra en diez salas la progresión desde sus primeros años figurativos y urbanos. Consta su emblemática pintura Entrada al metro, de 1938, que me resultó terrorífica, una verdadera bajada al infierno. Quizá porque la exposición avanza hacia una progresiva desfiguración de la década siguiente y que terminará en sus cuadros sin ninguna figura, con dos o tres colores, que ocupará veinte años de un radicalismo cromático hasta su muerte.

Tenía una gran expectativa por esta exposición. De Rothko apenas había visto cuadros sueltos en otros museos. La mentada experiencia mística de los contempladores de Rothko se me diluyó en una pendiente hacia la muerte y la nada, que terminaba con cuadros directamente pintados en negro. Insistí, retrocedí para recorrerla de nuevo. Quise incluso atribuir mi decepción al exceso de gente que desbordaba la retrospectiva. No remonté nada, salvo que ganaban sus monocromías difuminadas en los formatos horizontales más grandes, sobre todo Red on Maroon. Pero, en realidad, los caminos a lo absoluto de los que hablaba John Golding en su estupendo libro homónimo –donde también hay ensayos sobre Mondrian, Kandinsky, Pollock, Barret Newman o Still– son callejones sin salida que solo pueden palparse cuando se tienen delante todos los cuadros por encima de las teorías palpitantes de nuestro tiempo. Se exponían también las maquetas de la Capilla Rothko en Houston. Fue el remate deprimente. Casi como si no quisiera ver las paredes con uno y otro cuadro de Rothko que se repetían incansablemente, terminé por fijarme en el museo mismo. Abandoné a Rothko y me detuve en los espacios de Frank Gehry, a quien encomendaron este edificio para la Fundación Louis Vuitton en 2007 y que se abrió al público en 2014. Fue como volver a la vida. Colocado en medio del Jardín de aclimatación, al oeste de París, es una gigantesca ballena deconstruida, casi cubista, por la que uno puede desplazarse como si estuviera invitado a la aventura. En su interior son visibles las columnatas de metal, una especie de homenaje a quienes suben por las entrañas de la torre Eiffel, pero aquí muchas estaban recubiertas de placas de madera, y en una y otra parte pequeñas jardineras, y muchas ventanas para ver y ser invadidos por el bosque circundante, como para no olvidar que el mismo edificio es un bosque de recorridos y visiones. Aunque conocía la otra obra de Gehry, el museo Guggenheim de Bilbao, esta es superior, de una plasticidad que justifica ir a visitarla aunque no haya ninguna exposición.

Entre los rincones sorpresivos del edificio de Gehry, hay una pequeña sala debajo de todo, casi subterránea, la Galería 13, también llamada Open Space, donde expone el artista chino Xie Lei. Mientras el tumulto seguía recorriendo las salas de Rothko, en el Open Space no había nadie. Bueno, un guardia. Me senté en la banca colocada en medio y contemplé lo mejor que pude ver en estas exposiciones parisinas: cinco cuadros de este pintor chino nacido en 1983, cinco óleos sobre tela de la serie Au-delà (Más allá), donde apenas se insinúan las siluetas de cuerpos humanos saturados de una luz evanescente entre intensas y graduadas monocromías verdes y azules, en medio de una flora salvaje insinuada, como si estuvieran en un proceso de transmigración, al que alude el título. Cinco lienzos en dos paredes. En la tercera pared, un espejo distorsionador que prolonga ese vibrato cromático. Aproveché el silencio. Esta obra no abundaba en la retórica como la de Sophie Calle ni en la mística de Rothko. Los cuadros hablaban solos, y no hablaban de la muerte sino de la mutación y el movimiento. En el ojo de Xie Lei ha pasado Rothko, por supuesto, pero el color ha pedido alguna forma vital, aunque sea mínima. Confío en que el lector curioso ponga en el buscador de imágenes de Google las palabras “Au-delà” y el nombre del pintor chino para percibir mejor lo que apenas insinúo.

Fui a buscar a Rothko y a Sophie Calle y encontré a Gehry y Xie Lei. Los itinerarios por el arte contemporáneo son siempre irregulares, digresivos, sobrevalorados, imprevistos o colocados al margen. A veces lo que se busca es ratificar y reconocer. Hay que seguir descubriendo a quienes hablan sin tanto ruido, aunque haya que pasar primero por el ruido. (O)