El mar. La mar. El mar. ¡Solo la mar! ¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad? ¿Por qué me desenterraste del mar? En sueños la marejada me tira del corazón; se lo quisiera llevar. Padre, ¿por qué me trajiste acá? Gimiendo por ver el mar, un marinerito en tierra iza al aire este lamento: ¡Ay mi blusa marinera; siempre me la inflaba el viento al divisar la escollera!

Yo nací lejos del mar, pero la fascinación que me causa su azul inmensidad, su lineal horizonte y el rumor de su permanente romper de olas es inexplicable. Nuestro reencuentro siempre es un acto de amor joven, y en cada despedida me siento como dice el poema de Alberti: desenterrada del mar.

Me gustaría ir con más frecuencia, pero no siempre se puede. La semana pasada me regalé el mar. El pretexto de ir a festejar a mi hermana Pati me llevó a su anchura, a su olor a sal, a la marejada que me roba el corazón, como dice el poema de Alberti.

Mano dura, masa blanda

En junio el sur del país comparte el invierno del sur del continente, no con fríos extremos y árboles pelados y grises a deshoras, pero se vuelve frío; sin embargo, un par de días el sol se rebeló, se abrió paso y llegó a poner su brillo en el agua incesante. Llegamos a la playa vacía, limpia y transparente como a un paraíso arbitrario, con la sensación de no merecer tanto, de estar en una galaxia perfecta. Pero ahí llegó el “pero”.

El baño de realidad fue brusco. Sin voltear a ver a nada ni a nadie, llegaron ellos como una amenaza. Esos ellos tatuados y enjoyados que ahora nos habitan y nos aterran porque no los reconocemos como iguales, porque les vemos distintos, porque les tenemos miedo.

Cadenas de oro, ellos. Caderas prominentes y movedizas, ellas. Joyas desmedidas, risas estridentes, parlante enorme, música estruendosa colonizaron la playa en un santiamén. Nosotros nos quedamos helados, “sin pronuncia”, habría dicho la abuela.

La playa vacía por un momento paró en seco su rumor de olas. La salsa y el reguetón callaron todo de golpe, excepto sus gritos amanerados, sus voces altísimas, sus risas penetrantes.

¿Y la educación, qué?

“La playa es de todos; no podemos permitir que nos invadan estos maleducados”, dijo mi cuñado con justa indignación. “¿Y qué podemos hacer?”, le trajo mi hermana a la realidad. Vi el miedo en nuestros ojos, vi la impotencia del colonizado en nuestros ojos, vi la indignación y la resignación. Ellos son ahora los dueños del mar, de las montañas, de las aves y las serpientes. Ellos son ahora los dueños de nuestros silencios y nuestros ruidos. Sí, ellos con su mala educación e irrespeto, con sus cadenas de oro y sus tatuajes, con su música a todo volumen. A nosotros, a los otros, a los que somos incapaces de verlos a los ojos de puro miedo, nos queda solo eso: el miedo.

No creo que la inerte pregunta de “¿Quién abrió la puerta a las mafias?” sirva de mucho. Porque no hay un culpable, porque culpables somos todos, en menor o mayor medida, pero todos tenemos responsabilidad en lo que ahora vivimos. Nunca peleamos verdaderamente por lograr justicia e igualdad en un pueblo que pudo ser hermano. Dejamos que el dinero gobernara como único rey absoluto. Estas son las consecuencias. (O)