El comportamiento urbano de Guayaquil ha sido errático desde 1946, fecha en la cual el Municipio guayaquileño emitió el último plano que preveía las cuadras proyectadas a ser construidas en el futuro. Se puede decir que dicho mapa expresa el máximo crecimiento del plan Thoret, de comienzos del siglo pasado. Luego de ello, ocurren los eventos que desequilibran el crecimiento ordenado de la ciudad. Estos fueron el traslado del puerto del Malecón al sur y la reubicación de las industrias hacia la vía a Daule. Dos actividades que deberían ir de la mano fueron separadas, y la ciudad vive en su día a día los inconvenientes de tan lamentables decisiones.

La segunda mitad del siglo pasado encontró a Guayaquil creciendo de manera errática, sin un norte establecido por entidad municipal alguna. Más relevancia en el crecimiento de la ciudad han tenido los traficantes de tierras y –en menor escala– los promotores inmobiliarios.

La conducta del reducido mercado inmobiliario formal ha tendido siempre hacia el crecimiento horizontal de la mancha urbana sobre el territorio. La creación de nuevos barrios y urbanizaciones ha venido casi siempre de la mano del abandono de los espacios previamente ocupados. De ahí se han dado los diferentes casos de abandono y deterioro que existen en la ciudad: un barrio del Centenario sin vida, preservado en formol, un centro de la ciudad que lucha por mantener su relevancia económica y una Urdesa cada vez más comercial, congestionada e insegura.

No solo que no se planifican los nuevos espacios urbanos, sino que además no se direcciona la preservación de las actividades ya existentes.

Quizá debamos cambiar nuestra cultura urbanística. Lo primero que deberíamos hacer es quitarnos de la cabeza ese bulo de que la propiedad es una inversión que jamás se deprecia. A largo plazo, la vida rentable de un inmueble suele ser de 50 años. Luego de ello, comienza una depreciación gradual debido a varios factores. El mantenimiento de sus redes de servicios básicos y la incertidumbre en la que caen al pasar a las siguientes generaciones son los más relevantes.

Pongamos un ejemplo, para nada crítico, pero que puede ayudar a la reflexión; sobre todo a aquellos que toman las decisiones más relevantes en la ciudad: ¿Qué ocurrirá con todas las propiedades de Samborondón en los próximos cien años? ¿Podría evitarse que dichas urbanizaciones corran la misma suerte que el Centenario, el centro y Urdesa?

Se debe pensar en regulaciones que expandan el tipo de uso de dichas propiedades. Las actuales urbanizaciones deberían apuntar a convertirse en megacuadras; algo similar a lo que está pasando con el centro de Barcelona en estos días. Se debería recompensar a las urbanizaciones que opten por cambiar sus muros por muros habitables; es decir, edificios de entre dos y cuatro pisos de altura, de uso mixto y comunicados con accesos solo desde el exterior. Lo mismo debería pasar a las que permitan vías de circulación entre sus linderos, que permitan hacer malecones hacia las orillas de los ríos, para descongestionar el sector. (O)