Que lo recordado siempre es un enigma, que otros dicen que no fue tal como ocurrió también es un enigma, que habíamos olvidado algo y, de pronto, al revisar un apunte, una carta, un documento, resulta que había pasado tal como lo recordábamos pero en otro lugar y con otras personas, y que todo esto nos suene conocido resulta inevitable porque la memoria es el eje de la vida hilada. De esto saben los historiadores, los psicólogos, los psicoanalistas, los científicos cognitivos y todos aquellos que tienen la manía de apuntar hasta el detalle más insignificante. Entre los primeros a quienes el tema de la memoria en relación con un individuo le resultaba un enigma está Agustín, aquel filósofo del norte de África que se convirtió a la fe cristiana y que escribió algunos de los tratados más rigurosos, y un clásico de los libros de memoria personal, titulado Las confesiones, que tiene la ventaja enorme de que puede encontrárselo en cualquier librería pequeña, e incluso en supermercados, de manera que no hay justificación para no leerlo. Lo mejor de Las confesiones de Agustín está en el capítulo 10, donde abandona el recorrido de su vida, que lo había llevado de África a Italia, en busca de luces intelectuales. En realidad era un filósofo que quería aclarar su escenario mental y de pensamiento en una época turbia, como todas, donde abundaban muchos filósofos que no lo convencían. No era un místico ni hay revelaciones divinas. Así cuenta su vida, en la que tuvo un enorme peso su madre, que terminó también viajando a Italia tras los pasos de su hijo. No me alargo que ya parece novela. El asunto es que en el capítulo 10 de su libro, Agustín empieza a hacer una reflexión sobre la memoria. De hecho, Las confesiones se transforman en esta parte final en un ensayo. Por supuesto, no resumiré su reflexión. Quien lo ha hecho mejor que nadie es Paul Ricouer en otro libro que no dejo de recomendar, Tiempo y narración; es lo más completo que se ha publicado sobre la memoria, la historia, la ficción y los relatos bajo el ángulo de la filosofía. Desde Agustín, entonces, la memoria, a través de esas confesiones que registraban sus recuerdos, son de una belleza desgarradora, porque en lo que retenemos de pasado hay belleza, como hay terror, pérdida y nostalgia. Las grandes ideas o las grandes pasiones suelen sobreponerse a los hechos concretos del pasado y todo se concentra en un sentimiento. No son lo mismo, por lo tanto, los diarios personales y las memorias. En el primero hay un registro cotidiano, valga enfatizar el dato, mientras que en las memorias hay una operación selectiva de lo que se retuvo o consideró, no diré importante, pero sí con relieve como para no abandonarlo al olvido. No obstante, en ambos hay una secuencia de una u otra manera. El diario, aunque opere a partir del registro, también sigue un rumbo o las rieles del momento vital del diarista. Las memorias tienen la gran ventaja emocional de que han procesado acontecimientos que fueron turbadores en su aparición y solo al final pueden verse con perspectiva.

Pero hay una tercera forma que escapa al diario y a las memorias. Es una forma inaudita que volvió famosa el escritor francés Georges Perec en su libro Me acuerdo, que tiene un epígrafe de gratitud, en el que dice: “El título, la forma y en cierto modo el espíritu de estos textos se inspiran en los I remember de Joe Brainard”. Perec sigue a Brainard y explica que su procedimiento de escritura funciona a partir de “un principio bastante sencillo: intentar sacar a la luz un recuerdo casi olvidado, no esencial, banal, común, si no a todos, por lo menos a muchos”. Es en la banalidad, en la no trascendencia, donde las astillas de recuerdo de Perec funcionan. Su libro incluye recuerdos del tipo:

183: Me acuerdo de que solían confundirme con un estudiante que se apellidaba Bellec.

209: Me acuerdo de que en El libro de la selva, Bagheera era la pantera, Mowgli, el muchacho, y los Bandarlogs, los monos (pero ¿cómo se llamaban el oso y la serpiente?).

357: Me acuerdo del dentífrico Email Diamant con su torero cantarín.

Y así hasta completar cuatrocientos ochenta -concretemos un sustantivo:- meacuerdos. El libro termina con varias páginas en blanco para que el lector escriba los suyos. La consecuencia de este libro es que a lo poco que el lector avanza en los recuerdos de Perec inmediatamente empieza a recordar los propios y los escribe. Así queda un documento que haría las delicias de los microhistoriadores como Carlo Ginzburg. Pero lo mejor de todo es la intensidad vital de quien registra algo “banal”, mínimo, que es una especie de punta de iceberg o cuento brevísimo que tiene una larga historia detrás.

Como todos los padres, yo también tomo cientos de fotos de mis hijos, pero quizá lo que más valoro es mi propio libro de meacuerdos donde registro cosas, gestos o palabras insignificantes, que esconden una historia o la evidencian, pero que, palabra tras palabra, sea que hablen de la invención de mi hija pequeña de la palabra “tranquílate” o que dijo el 20 de agosto de 2021 que “cierro la puerta para que no entre el trueno”, o que mi hijo me preguntó en enero de 2021 si se podía “adoptar un cangrejo”. Así, sumando lo que arbitrariamente dijeron o hicieron un día u otro, está garantizada la supervivencia de momentos al margen, los que nos hacen reír o nos dejan perplejos, y dan esa intensidad chisporroteante al mundo acostumbrado a pulverizar dinosaurios pero dejar huesos, huellas, meacuerdos.

En un diálogo platónico ambientado en Egipto, el rey Thamus advierte al inventor de la escritura, Theuth, que produciría olvido porque nadie recordaría desde sí mismo. Puede ser. Sin embargo, los recuerdos que otros escriben cumplen la invitación y la cortesía de recordarnos nuestra propia vida. (O)

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