Nadie puede negar que somos un país resiliente. Antes, durante y después del caos hemos demostrado nuestra capacidad para seguir adelante. Un caos, por cierto, en gran medida generado por nosotros: con nuestra participación directa, con el quemeimportismo, con palabras que no se respaldan con acciones. Nuestro individualismo a ultranza –ese “sálvese quien pueda”– convive de manera incongruente con una defensa ampulosa de la diversidad y la inclusión de todos. Tal vez nuestra mayor dificultad sea salir a flote pese a las ilegalidades, la inseguridad y la inequidad que nos asedian.

Es crucial que miremos el sufrimiento profundo que lleva a tantos a abandonar el país en busca de nuevos horizontes.

Muchos emigran para trabajar y sostener a sus familias, pero esa migración lleva consigo la nostalgia del regreso, del abrazo pendiente, de un lugar que los ve como proveedores económicos más que como seres humanos que han sacrificado sus raíces y aceptado arraigarse en otras sociedades que los necesitan y, a menudo, los desprecian.

Mis preguntas fundamentales tienen que ver con los que se quedan: aquellos que, por edad, falta de recursos o convicción enfrentan la realidad desde las trincheras, día a día.

Hace pocos meses, un encuentro enriquecedor en Colombia me permitió comprender la fuerza de un pueblo que sobrevivió a más de 50 años de violencia: desapariciones forzadas, falsos positivos, secuestros, torturas, extorsiones, puentes destruidos, minas antipersonales, guerrillas, paramilitarismo y narcotráfico. Hoy, Colombia está empeñada en un proceso de paz que, pese a los tropiezos, avanza. Reconoce errores, corrige caminos, aprende de fracasos y se apoya en sus logros. ¿Qué podemos aprender nosotros de este proceso? ¿Cómo adaptar, modificar y transformar esas lecciones para salir del pozo y demostrar que juntos se puede?

La experiencia de San Carlos de Antioquia es un ejemplo inspirador. Este municipio sufrió intensamente el conflicto armado: desplazamientos masivos, desapariciones, asesinatos, destrucción de puentes y escuelas, y la siembra de minas antipersonales. De sus 26.000 habitantes, apenas quedaron 6.000. Pero, tras la firma de la paz, los pobladores decidieron reconstruir su comunidad desde los cimientos: establecieron círculos de escucha con la participación de todos los actores, guiados por líderes comunitarios, organizaciones de la sociedad civil y la iglesia.

Una joven alcaldesa, María Patricia Giraldo, ganó las elecciones por apenas 48 votos. Ese resultado fue respetado por todos y marcó el inicio de un proceso de reconstrucción basado en memoria, reconciliación y reparación. Retornaron al pueblo 14.600 personas. Construyeron los puentes destruidos, desactivaron minas antipersonales y comenzaron a trabajar por la paz que la gente desea: una paz sustentada en salud, vivienda y educación. Pero, sobre todo, se escucharon. Los victimarios oyeron a sus víctimas, cumplieron las condenas y, una vez regresados a sus comunidades, iniciaron un camino de reintegración.

Esta experiencia muestra que la paz no es un decreto; es una construcción cotidiana que empieza en los territorios. Hablar con la verdad, respetar la institucionalidad, aprender de errores y trabajar juntos son los pilares sobre los que podemos edificar un futuro diferente. (O)