Hace poco leí un mensaje en redes sociales que decía algo parecido a Si pudiera pedir un deseo, elegiría ser la madre de mi madre. El texto explicaba que este deseo era para abrazarla mucho de niña, leerle cuentos, peinarla, decirle lo valiosa que es, pero especialmente, para hacerla sentir amada.

Las relaciones entre madres e hijas no siempre son idílicas, llenas de risas y bailes entre tules rosados, con la casa llena de olor a galletas recién horneadas. Las mujeres sufrimos cambios hormonales, y si esos cambios coinciden entre adolescencia y menopausia, habrá malas caras, gritos y el desborde de frases como “nunca se puede hablar contigo”, “no me entiendes”, “no me escuchas”, y aunque duela, todas son verdad. Hay una etapa en la que las madres no entienden a las hijas y viceversa, pero cuando hay amor, esos días complicados se superan y se logran acuerdos, se tranza y avanza, un paso a la vez.

Quisiera ser la mejor madre para mis hijas, pero a veces estoy cansada. No quiero darle permiso a la mayor porque desearía dormir o leer, y agradezco que la más chica solo quiera estar en casa, pero cuando me estoy acomodando en esa zona de confort, recuerdo las palabras de mi hijo mayor antes de partir a estudiar: “Por favor, mami, dales a ellas lo mismo que me diste a mí” y entonces me escucho dando permisos, comprometiéndome a recoger a horas en las que pudiera estar durmiendo o asistiendo a eventos que quisiera declinar. También, por querer evitar errores que mis padres cometieron, produzco los míos.

Ser madre de niñas es complicado. Implica responsabilidad sobre una vida que debemos educar y enseñarles a ser valientes, fuertes, pero cautas; arriesgadas, pero que nunca caminen solas y que revisen bien antes de entrar a un baño; que sean independientes, pero que chequeen si la puerta del taxi se puede abrir desde dentro. Ser madre de niña es escuchar que somos exageradas y luego agradecer los consejos. Ser madre de mujeres es vernos en un espejo y temer del reflejo.

Sin embargo, como mi maternidad fue deseada, en los momentos duros recuerdo la ilusión con la que las esperaba y las cosas mejoran. Amo profundamente a mis niñas y creo que ellas me enseñan a ser la madre que necesitan, no la que yo pretendo ser. Adaptarse es parte del proceso de la maternidad. Mi casa es una casa de mujeres, donde nos respetamos, escuchamos y amamos, también nos ayudamos a aceptarnos como somos. Creo que eso es lo que más me gusta de ser la madre de mis chicas.

Ahora, cuando miro hacia atrás, reconozco que no fui la hija que mi madre deseaba, imagino que por eso luego de mi llegada, la vida la premió con mi hermana con quien tienen muchas afinidades y hablan el mismo lenguaje, pero como dice ese texto que me llevó a las lágrimas y a escribir esta columna, si yo pudiera volver a nacer, quisiera ser la madre de mi madre para decirle que es amada, abrazarla mucho en sus momentos tristes y recordarle que estoy orgullosa de ella, que sepa que ella es mi amor, pero como no puedo hacerlo, se lo digo desde esta columna. Como decía Cortázar: “Siempre fuiste mi espejo, quiero decir que para verme tenía que mirarte”. (O)