Doy fe de que un empresario próspero niega la posibilidad de trabajo a una persona honrada y esforzada en sus labores solo porque en un particular asunto había reconocido un injusto daño que ayudó a un supuesto enemigo. Algo así como “Si en algo beneficias a mis competidores, te desecho de mi imperio”. Ocurrió hace pocas semanas y me dejó un olor a ceniza, a eso que un día fue llama, luz y admiración, a esa sensación de oler sin aroma tan contradictoria como la sabiduría y el poder. Al final pensé: es un hombre que solo tenía dinero.
¿Cuántos desechos el poder, la vanidad y el dinero son capaces de generar? Varios. Como el caso de Rubén, por ejemplo, a quien no veía hace años y luego de saludarnos me comentó que ya no trabaja. “¿Te jubilaste?”, pregunté. Me contestó que no, que la empresa le “arregló” la situación porque no querían que llegara a cumplir 20 años de labores por el tema de la jubilación, que los podría perjudicar financieramente. Él quería seguir trabajando, está lejos de los 60 años.
¿La normativa laboral es o no desadaptada a la época? Es otro tema. Esto trata de humanidad y productividad.
¿Cuándo una persona deja de ser productiva? El ser humano crece en sabiduría con los años y el trabajo. Sin embargo, un joven cuesta menos y eso para un buen número de empresarios es ideal. Ya ni pienso en responsabilidad social ni en forjar, como patronos, personas responsables para que puedan dar ejemplo en sus familias; en esta sociedad de imágenes y luces resulta más urgente pensar en la vida, en la vida de los otros y cómo impactamos en ellos.
Pienso en Franklin, excompañero de trabajo, solidario como pocos y muy disciplinado. Se encargaba de enviarnos mensajes diarios de ánimo y esperanza, pero un día decidió dejar de estar vivo y sobre ello no puedo decir nada porque nada aún me libera del asombro, pero me desencadena otros recuerdos. Como, por ejemplo, el hijo de Pedro, capaz de beberse de un solo trago la vida entera como si cada día fuera el último, hasta que ese último llegó sin que nadie se diera cuenta; todo lo organizó de tal manera que solo un poco antes del amanecer se supo que había saltado, sin permiso de nadie, a otra dimensión. O Carmen, quien aseguraba –en escritos que dejó– que sufría todos los días; sin embargo, proyectaba una imagen de éxito y felicidad. O recuerdo a Maggie, de quien jamás olvidaré sus ojos verdes y la entonación de su voz tan delicada. Ambas cruzaron la línea de donde no se vuelve.
Todos se fueron a escondidas de este mundo. Quizás con vergüenza, pero no hay que suponer, no tenemos derecho.
Entre los siglos XI y XIV para la cultura japonesa el seppuku (vulgarmente conocido como ‘harakiri’) podría traerles, a los samuráis principalmente, de vuelta el honor y dejar atrás la vergüenza ante los demás. Así se desentrañaba la vida.
No se trata de comparar culturas. Necesitamos ser responsables por nosotros y los otros. Rescatar el valor de la experiencia y sabiduría, evitar el sentirse inservibles.
No hay mayor honor que la búsqueda de la bondad, decían los japoneses, y desde Occidente se ha dicho siempre que del polvo vinimos y polvo seremos, a menos que –antes de reducirnos a cenizas al morir– recibamos el beso del aliento amoroso que dimos a los demás. ¿Y si no lo dimos? (O)