En 2021 un artículo de la revista The Economist calificaba a Taiwán como el lugar más peligroso del mundo. Sostenía que, en cualquier momento, China podría incorporarse la nación isla con un ataque militar de gran potencia. La semana pasada esa publicación internacional en un editorial y un nuevo análisis reevaluó la situación, para concluir que en esencia no ha variado. No es un gran descubrimiento, todo el mundo sabe que la potencia bélica de la república popular le permitiría ocupar en pocas horas la tierra que antes se llamaba Formosa, pero no lo ha hecho. Y cabe esperar razonablemente que no lo haga en el futuro cercano. Por otra parte, no se puede asegurar que, en caso de producirse la invasión, Estados Unidos reaccione con alguna medida de fuerza.
Pekín ha puesto una clara línea roja, la guerra será inevitable si Taiwán declara oficialmente su independencia. Sobre el papel el Estado insular se considera parte de China y sostiene que su gobierno lo es de todo el enorme país, actualmente dominado de manera ilegítima por la dictadura comunista. Esto es una ficción provisional, en realidad es un país soberano y superdesarrollado que no extraña su condición de provincia china. La mayor parte de la población taiwanesa quisiera superar esta situación ambigua, convirtiéndose en una república independiente reconocida por la comunidad internacional. De hecho, su actual presidente, Lai Ching-te, pertenece al Partido Progresista Democrático, que gobierna por tercer periodo consecutivo y simpatiza con la idea de la secesión.
Como escudo Taiwán le apuesta a su impresionante desarrollo tecnológico, que hace que China dependa de los componentes electrónicos ultrasofisticados que fabrica su pequeño vecino. Pekín quiere que Formosa se entregue diríamos “llave en mano”, tal como recibió Hong Kong de manos de un timorato Reino Unido. De muy poco le serviría ocupar la isla devastada por una guerra de agresión. Pero la experiencia de la colonia británica, cedida mediante un acuerdo de respetar sus libertades que no se ha cumplido, hace que Taiwán no piense en la posibilidad de aceptar esa envenenada propuesta.
Mientras tanto, la república popular acosa militarmente con aventuradas maniobras. Y sigue cerrando el anillo del bloqueo diplomático al gobierno de Taipéi, a límites que son igualmente peligrosos. La exclusión de este territorio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en la cual Xi Jinping dispone de una cómoda mayoría de países encadenados por su dependencia financiera, politiza un organismo que debería ser técnico, creando un amenazador vacío. Taiwán no será admitido, ni siquiera como observador, en la asamblea general de esta agencia a inaugurarse la próxima semana en Ginebra. Grave negación del derecho universal a la salud para el pueblo taiwanés, ciertamente, pero este desatino también impide que toda la humanidad pueda compartir las experiencias de uno de los mejores servicios de salud pública del mundo y de su avanzada tecnología. Muestra de esa superioridad fue el exitosísimo manejo del COVID-19, cuyo impacto en la isla fue benigno a pesar de la cercanía al origen del letal brote. (O)