Maquiavelo fue quien perfeccionó la doctrina sobre el uso de la mentira. El Príncipe es el testimonio de ese viejo recurso que domina la política. Ahora se llama “posverdad” y prospera en el mundo de lo “políticamente correcto”, que ha logrado inducir a hablar a través de eufemismos y a torcer el sentido de lo que se lee (si se lee), o de lo que se escucha. Se ha impuesto así una forma sinuosa de censura, enmascarada en disimulos, silencios y tergiversaciones. Y en el terror a la cancelación y a la impopularidad.

Encrucijada

Las mentiras van desde lo más escandaloso: la negación de hechos evidentes y el desconocimiento frontal de la verdad, a título de ideología, hasta la entrevista o el “análisis” plagado de equívocos, desvíos calculados y silencios cómplices. Ocurre con la interpretación de los descalabros que aquejan al país, sucede en el diseño de las estrategias electorales. Sistemáticamente, se miente para encubrir y justificar la corrupción; mentiras que, de tanto repetirlas, se convierten en verdades, como aconsejaba Goebbels.

El Estado de derecho y el ejercicio leal del poder imponen transparencia, que es la constante militancia por la verdad. La opacidad nace del hábito de mentir, de la confusión interesada y de la censura. Y nace, por cierto, de aquello de callar, encubrir la realidad y “reescribir” la historia.

La “ciudadanía”, ese concepto cada vez más equívoco y difuso, algún día estuvo asociada con la práctica de la verdad.

¿Justicia para la Justicia?

La “ciudadanía”, cuando es un concepto auténtico y no una falsificación populista, entraña la obligación de desechar las prácticas equívocas en las campañas, en el ejercicio del poder y en el análisis de los hechos.

El populismo es el método de dominación que, con más frecuencia, cinismo y éxito, emplea la mentira, tergiversa los temas, induce a la confusión y acomoda las conclusiones.

Las campañas electorales y las “giras de los caudillos” son un torbellino de palabras, gestos e imágenes que devalúan y derogan la “ideología del sentido común”. En ellas, desfilan las promesas y las especulaciones, las hipótesis y las pasiones. Y por cierto, el odio.

Los sondeos son los “consejeros técnicos” de los personajes que aspiran al poder, o que lo ejercen. El sondeo aconseja maquillar la verdad cuando conviene y enmascararla en palabras que suenen bien a los espectadores, a los desesperados, a los ingenuos y a los calculadores. Y a los fanáticos.

La mentira es la sustancia del “sorteo de la felicidad política” que anuncian al unísono personajes de izquierdas y derechas.

Los discursos son puestas en escena donde todos hacen equilibrios para sostener sus tesis. La palabrería sirve para “impresionar” al escenario, inducir las decisiones y convertir a la democracia en un show de mala clase. No importa, ni interesa, si lo que se dijo o lo que se negó tiene algo de la verdad, o con las posibilidades de cumplir lo prometido. Lo que importa es ganar o salir del paso. Después se verá qué decir, qué negar o a quién endosar la responsabilidad. (O)