El pasado sábado tuve la oportunidad de asistir al Teatro México, en Chimbacalle. Resulta agradable ver que aquel antiguo cine haya superado el usual ciclo de decadencia de muchos cines de antaño; que iba de cine de primera a cine de segunda, luego a cine porno y terminaba finalmente en templo evangélico. Felicitaciones a la Fundación Teatro Nacional Sucre, por rescatar este y otros espacios culturales de la capital.

El Teatro México era un cine con características poco vistas. Sus butacas están dispuestas a modo de estadio, lo cual permite que el espectador tenga una mayor aproximación al espectáculo. Eso recuerdo haberlo visto antes solo en el desaparecido cine Maya de Guayaquil. El México permite tanto presentaciones de teatro como de cine y música en vivo. En esta ocasión, asistí a ver la obra titulada Hay alguien en la casa, presentada por la Compañía Nacional de Danza y dirigida por Jorge Alcolea.

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La obra –tanto en su concepción, como en su puesta en escena– me resultó impecable. El elenco participaba de manera coral y mosaica. No se le podía asignar a nadie la calidad de papel principal. Esto se hace de manera intencional, para que sea la casa –representada en un ingenioso y versátil escenario– la que se merezca dicha denominación.

Sobre las tablas, la casa es la única presencia permanente. Las personas vienen y van; solo la casa prevalece. La escenografía de esta se logra mediante un objeto único que, al girarse o al abatirse uno de sus componentes, pasa de mostrar el exterior al revelar los diferentes espacios de su interior.

Felicitaciones a la Fundación Teatro Nacional Sucre, por rescatar este y otros espacios culturales de la capital.

La obra narra la vida de la casa, a través de las acciones de sus habitantes. Empieza con sus primeros ocupantes, una pareja joven, llena de ilusiones y algarabía; sin padecer aún los golpes de la vida y los años; pasando por diferentes etapas de uso y desgaste, hasta llegar a su abandono y posible recuperación.

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Las historias vinculadas con la casa se expresan inicialmente de manera homogénea, a través de danzantes vestidas de blanco que lentamente repiten la misma coreografía. Luego, la casa cuenta su desgaste por medio de la corrosión de las relaciones humanas que acontecen en su interior. Aparecen ilusiones que no se materializan, asoman desencantos que distancian a las personas, se revelan tabúes profanados de la intimidad personal… Luego de ello la historia de la casa es cuesta abajo. Aparecen en ella traiciones, infidelidades y un abandono que deja la casa a merced de otros que buscan un sitio oculto para sus bajas pasiones. La decadencia de la casa se ve expresada en la falta de gravedad en los movimientos de los actores.

Finalmente, nuevos habitantes aparecen. También son una pareja, pero con más escepticismo que ilusión. Ven al mismo futuro que los anteriores propietarios, pero con incredulidad. Se repite entonces el ciclo de la habitabilidad, una vez más, pero con un desgaste inevitable y que nos es muy familiar a quienes vivimos bajo el peso histórico que tiene Quito, aun en sus partes más modernas.

Resulta hermoso y refrescante cuando las artes se cruzan para contar historias sobre los espacios que habitamos cotidianamente; aunque dichas historias no tengan necesariamente un final feliz. (O)