Concluyo estas reflexiones sobre los ensayos de Kundera con su tercer libro, El telón (2005), que sigue la estructura en siete partes de sus novelas principales. Todo un guiño sobre cómo la composición novelística también puede incidir en el ensayo, como lo ha hecho a la inversa el ensayo en la novela contemporánea, y que tanto ha destacado Kundera. Aunque señalé que su ensayo anterior, Los testamentos traicionados es el mayor de todos, El telón es un complemento indispensable, donde se reconocen los motivos principales y se refuerzan aspectos marginales. Kundera nos pide que lo volvamos a escuchar.

Aquí se remarca el paso del tiempo. El novelista tiene 76 años. Vive en Francia treinta años. Sus tres últimas novelas breves las ha escrito en francés (La lentitud, 1995; La identidad, 1998; La ignorancia, 2000). Es en 2014 que publica su última novela, también breve y en francés, La fiesta de la insignificancia. Pero las fechas relevantes son 1993, cuando desaparece su país, Checoslovaquia, en dos Estados, Chequia y Eslovaquia, y 2004, cuando ambas entran a formar parte de la Comunidad Europea. Esto remueve las preocupaciones de Kundera hacia su país. Recientemente, se ha editado en español el breve libro Un occidente secuestrado, que reúne la conferencia de Kundera en 1967 en el Congreso de Escritores de Praga, y el ensayo homónimo publicado en Francia en la revista Le Débat en noviembre de 1983 que lleva por subtítulo O la tragedia de Europa central. La circunstancia editorial es llamativa porque se vincula a la invasión de Rusia a Ucrania, que parecería tener un paralelismo con la invasión soviética de Checoslovaquia en la Primavera de Praga de 1968. Algo de Un Occidente secuestrado está reproducido literalmente en El telón, pero con un vuelo mayor no circunstancial. Es sugerente leerlos en conjunto.

Hay una nota a pie de página en Un Occidente secuestrado que no quiero pasar por alto, donde señala la importancia del Círculo Lingüístico de Praga, concretamente en la figura del estructuralista Jan Mukarovsky, que se dedicó a estudiar la función estética de la lengua. Ese interés en la forma era un antídoto contra el servilismo ideológico del arte de propaganda estalinista. “Los estructuralistas fueron los aliados de los poetas y de los pintores de vanguardia (…), protegieron con su influencia el arte de la vanguardia contra la interpretación estrechamente ideológica que acompañaba por doquier al arte moderno”. Por supuesto, también hay una interpretación estrechamente estructuralista de la novela, que vendría después por vía francesa –y que en su momento criticaría Edward Saíd–, pero Kundera tiene una matizada experiencia de la historia que evita la vía extrema de la indiferencia formal, mal llamada “arte por el arte”.

Kundera también señala que lo eslavo, en la generalización rusa, no caracterizaba a su país, Checoslovaquia, sino más bien la raigambre centroeuropea. Ucrania está mucho más próxima a Rusia, a pesar de las marcadas diferencias. Esta preocupación europea de Kundera está mediada por su reivindicación de novelista que se debe a la tradición europea, pero que la misma Europa occidental ha perdido y que él señala con cierta nostalgia. Quizá por eso se preocupa por hallar puentes en El telón. Si bien siguen siendo sus referentes Broch, Musil, Kafka y los novelistas anteriores al siglo XIX, es llamativo que le interese detenerse en escritores antillanos como Aimé Césaire, o en Carlos Fuentes por Terra nostra, a Alejo Carpentier por El arpa y la sombra, y por García Márquez. Pero Kundera no es un latinoamericanista al uso. De Carpentier dice: “Él no es europeo; en su reloj (el reloj de las Antillas y de toda América Latina), las agujas están todavía lejos de la medianoche; no se pregunta ‘¿por qué debemos desaparecer?’, sino ‘¿por qué tuvimos que nacer?’”. Siente una afinidad por la disposición creativa a la recepción de la novela, que ya no encuentra del todo en Europa. Quizá Kundera está cansado, pero no deja de ser lúcido. Lo ilusiona ver que lo mejor de Europa, la novela, se abre camino fuera de las fronteras europeas. Me interesa también su relectura detallada de dos novelas, La educación sentimental de Flaubert y Ana Karenina de Tolstoi, ambientadas en el realista siglo XIX que él rechaza por la dependencia de lo verosímil y del retrato realista, pero en las que encuentra detalles que superan esa dependencia. No cesa en su manera puntual de iluminar sobre la composición novelística. El título del telón rasgado gira, de nuevo, en torno a lo que revela existencialmente el personaje del Quijote de Cervantes: “¿Qué es la identidad de un individuo?, ¿qué es la verdad?, ¿qué es el amor?”.

Me pregunto: ¿Está alejado Kundera de América Latina? ¿De mi país, Ecuador? Creo que no. Ofrece un modelo de reflexión entre su origen en un país “pequeño”, occidental, frente a la gran tradición de la novela, que asimila con absoluta libertad. Así también como la necesidad de pensar América Latina, y a la literatura y las novelas de mis países vecinos, sobre todo Colombia, Perú, Venezuela, pero también Argentina, Chile, Cuba y México, y, por supuesto, España, como fuentes de diálogo, sin tener que ahogarnos con la demagogia del contexto pequeño que canta la ilusión lírica de una nación preocupada por una identidad, cuando en realidad hay muchas, y necesitamos de todas. La invitación a no perder de vista la historia de la novela a lo largo de los siglos, a comprender que es lo mejor de Europa para liberarse del aislado racionalismo y proteccionismo eurocentrista, a defender la autonomía de la literatura frente a extrema invasión del poder en la historia, a preocuparse por el profundo sentido estético de la composición de la novela, ha sido un antídoto para la abducción política del discurso latinoamericano en literatura que ha llevado a tantas mediocridades artísticas comprometidas y militantes. Esa visión abierta se la debemos al novelista checo que lo ha demostrado en sus grandes novelas y ensayos. Y yo se lo debo con particular gratitud. (O)