Viví y estudié en Estados Unidos en la década de los 2000. La cultura política de ese país me impactó: los candidatos presidenciales discutían acerca de propuestas de políticas públicas. En gran medida, solían atacar las propuestas, mas no la persona que las promovía. Había una civilidad en el intercambio de opiniones entre quienes pensaban distinto. Tanto en el llamado “Midwest”, donde terminé la secundaria e inicié mis estudios universitarios, como en el noroeste de Estados Unidos, donde los culminé, se percibía una cultura política de respeto

mutuo. Me llamó mucho la atención que los partidarios de los dos partidos grandes, el Demócrata y el Republicano, no percibían que en las elecciones se enfrentaban a un cambio radical que ponía en duda las reglas del juego ni que los adversarios políticos eran sus enemigos.

En ese entonces había un consenso bipartidista a favor de promover el libre comercio. Recordemos que en 1996 el presidente Bill Clinton declaró en su discurso del Estado de la Unión que “la era de los gobiernos grandes ha terminado”. Ningún político serio promovía la política industrial ni bloqueos a la inmigración legal ni los controles de precios. A ninguno de esos partidos se le ocurría promover la censura. Había debates acerca de cómo reformar la seguridad social, el sistema tributario, el sistema de salud, sin que nadie pensara que en las elecciones se jugaban la forma de gobierno.

En el ámbito académico reinaba la diversidad de opiniones. Tuve la fortuna de estudiar con profesores que disfrutaban del contraste entre distintos puntos de vista, en un ambiente donde pensar distinto y el debate era algo celebrado. Las ideas opuestas eran tomadas en serio, sometidas a la tortura del lado contrario y esto era algo normal.

Durante esa década de los 2000 yo contrastaba esa cultura política con la nuestra: los opositores políticos eran enemigos por derribar que no merecían la presunción de buena fe en sus actos. Las discusiones políticas más parecían un chismógrafo que un debate acerca de distintas propuestas de políticas públicas. La censura estatal era algo por lo que muchos clamaban, tanto desde la derecha como desde la izquierda. Ningún político se atrevía a hablar del libre comercio.

El Estados Unidos de 2024 está a años luz de aquel que conocí en los 2000. Ambos partidos tienen candidatos populistas al puro estilo latinoamericano. El discurso político entre los adversarios se ha vuelto agresivo y los disturbios violentos en los campus y ciudades alrededor de ese país son tan solo otro síntoma de un país sumamente polarizado en torno a su identidad política. Atrás quedaron los debates de políticas públicas, se ha impuesto un nivel de frivolidad que es tristemente familiar para los que vivimos en el sur del Río Grande: considere “la política de la alegría” y los “guerreros llenos de alegría” de Kamala y el “hagamos de América grandiosa nuevamente” y “evitemos la Tercera Guerra Mundial” de Trump.

Reina un consenso antiliberal entre ambos partidos. Sin duda, hay algunas diferencias en sus propuestas de política internacional, política tributaria, entre otras, pero en temas cruciales para el sistema, como la separación de poderes, la libertad de expresión y de empresa lucen cada vez más latinoamericanizados. (O)