El proceso electoral ecuatoriano tuvo un desenlace claro, inesperado por su contundencia. En medio del miedo que silencia y la desconfianza que erosiona, fue el voto in pectore –ese que se guarda en el corazón y no se comenta ni en la mesa– el que terminó decidiendo. Ese voto que reconoce los errores del candidato, pero vota por él porque lo cree mejor que su antagonista. Ese acto íntimo, casi sagrado, aún sobrevive como último reducto de la conciencia ciudadana.
Es verdad que la campaña estuvo teñida de irregularidades: promesas fuera de tiempo, gestos ambiguos, sombras que no terminan de disiparse. Pero el momento de votar –ese instante donde cada persona se encuentra sola ante su decisión– no fue vulnerado. La voluntad popular se expresó con una claridad que los números no pudieron ni quisieron esconder. Hablar de fraude hoy es negarse a ver lo que ya está dicho con contundencia.
Y, sin embargo, persiste una voz que insiste en repetir esa palabra gastada. La de Luisa González, quien no solo perdió en las urnas, sino que carga una derrota aún más profunda: la de haber sido utilizada.
Los audios filtrados del teléfono del excomisionado Verduga, alias Mónica, no hacen más que confirmar lo que muchos intuían. Su candidatura fue concebida no como una apuesta genuina, sino como un instrumento de paso. Una mujer que, en teoría, sería la primera presidenta electa, pero que en la práctica fue tratada como títere. La llamaron Rana René sin disimulo, y no desde la oposición, sino desde su propia trinchera. Aceptar como titiritero a su propio líder es humillante.
Detrás de su imagen, otros tejían los hilos. No es secreto que su figura fue una estrategia, un puente hacia intereses ajenos. Su líder lo dijo sin rodeos: era una etapa transitoria. Y, sin embargo, se queja cuando otros así la nombran, no cuando lo hace su partido. Ella persiste, como si su palabra pudiera revertir el destino ya sellado.
Su actitud no interpela por sus ideas o propuestas, sino por su insistencia en una narrativa que no se sostiene. En lugar de ofrecer autocrítica o reconocer con dignidad los límites de su proyecto, elige la confrontación. Lo hace no desde la rebeldía fecunda, sino desde la negación estéril.
El voto femenino, ese que tantas veces se invoca como aliado natural, no responde al simple hecho de ver a otra mujer en la papeleta. Las mujeres votan por quien muestra coherencia, pensamiento libre y la valentía de liderar sin ser eco de otros. El género por sí solo no otorga legitimidad.
Quizás, si ella se desmarcara de quienes la utilizaron (una máscara que era casi un fraude interno, tú apareces, gobierno yo), si dejara atrás el libreto impuesto, podría abrirse otro camino. La historia ha sabido redimir a quienes, tras caer, aprendieron a levantarse con autenticidad.
Pero su insistencia en agitar las aguas ya tranquilas solo debilita el tejido social. Cada acusación infundada es una grieta más en un país que necesita suturas, no fracturas. La ciudadanía ya tomó una decisión. Y seguir sembrando desconfianza es perpetuar un duelo que nadie pidió.
No se trata de callar. Se trata de hablar con verdad. De asumir el lugar que la historia nos ofrece y no aferrarse a un guion ajeno, dictado desde las sombras. (O)