Al reducir las restricciones para la tenencia y el porte de armas, el presidente de la República confirmó la incapacidad del Estado para cumplir con la primera y más importante razón de su existencia, que es la protección de su población. Con ese paso hacia el populismo buscó sintonizar con el sentir colectivo que exige soluciones para la inseguridad, pero lo hizo de una manera que equivale a decir: “Si quieres seguridad, consíguela por tu propia cuenta y asume las consecuencias”. Con su firma dejó prácticamente sin efecto el principio que otorga el monopolio de la fuerza al Estado. Este es el pilar de la convivencia social que, en palabras de los tratadistas clásicos, evita el retorno al caos propio del estado de naturaleza.

La decisión presidencial, así como la que previamente tomó la Asamblea en el mismo sentido y con una mayoría abrumadora, fueron justificadas por sus autores aludiendo a los requisitos que se establecen para poseer un arma y, sobre todo, para usarla. Exámenes sicológicos, antecedentes penales, adiestramiento, datos biométricos y más condiciones son los recursos con los que sus propios autores intentan matizar los efectos que inevitablemente tendrá esta medida. Ellos, como cualquier ecuatoriano, saben que todos esos son pasos que se pueden saltar fácilmente en un país en que para obtener el documento básico de identidad es imprescindible pasar por la mano del tramitador. Saben también que el más tranquilo de los profesionales se convierte en una máquina agresiva en cuanto coloca sus manos en el volante. Algunos de ellos tampoco ignoran que el delincuente deja de lado la amenaza y dispara anticipadamente cuando supone que su víctima está armada.

El fondo del asunto se encuentra en dos ámbitos que son de responsabilidad estatal. El más visible y que más preocupa a las personas comunes y corrientes es la garantía de su seguridad o, más claramente, la protección de su vida. Hacia ese objetivo confluyen todas las instituciones estatales, desde las que deben encargarse de la elaboración de las leyes hasta las que deben proveer seguridad, pasando por las que procesan los conflictos y las que imparten justicia. Poner una pistola en manos de cada individuo es despojarle de todo ese entramado y someterlo a la ley del más fuerte y del más rápido en desenfundar.

El segundo ámbito es más complejo y menos evidente en el aspecto de la seguridad. Son las condiciones de vida de las personas, especialmente los niveles de precariedad y las brechas de desigualdad. Ese es el caldo de cultivo de la delincuencia común. La función estatal en este aspecto es básicamente de regulación por medio de políticas económicas y sociales. Pero también en este campo se advierte el abandono del Estado, a partir de una comprensión primitiva del dejar hacer y dejar pasar. Una situación como la que vive el país desde el fin del auge de los precios del petróleo destruye el tejido social y se agrava sin decisión política adecuada.

Un actor central en el escenario de inseguridad actual es el crimen organizado transnacional, que utiliza a pandillas locales y que no puede ser combatido con pistolas en manos de los ciudadanos. En palabras de un joven recuperado de las drogas y que sufrió un atentado por quienes sentían que perjudicaba a su negocio, todo esto es “harta demencia”, y ella no se combate con una pistola en cada mano. (O)