En una de las mesas de la reciente Feria del libro de Guayaquil, de la que conviene remarcar que es la más sólida del país y una de las mejor organizadas, se abordó el tema de libros sobre libros. Siempre curiosa por incentivar la lectura, Cecilia Ansaldo, además de directora de la Feria, se animó a agitar temas y debate en la mesa en la que participaron la escritora argentina Claudia Piñeiro, el novelista ecuatoriano Adolfo Macías y quien esto escribe. Salieron a la luz muchas reflexiones sobre la manera en la que las novelas pueden dialogar con otros libros, desde la recurrente idea de la influencia a los diálogos o cruces de personajes que viajan de un libro a otro, o incluso la importancia que tiene la lectura para los protagonistas de una novela. Si el Quijote tiene como detonante la obsesión lectora que quiere emular a los caballeros andantes, desde entonces no se han detenido las alusiones entre libros, historias y personajes. Incluso las películas abundan en guiños y referencias. Claudio Magris, el gran escritor italiano, ejemplar estudioso de las literaturas germánicas y de Europa Central, recordaba que en la película La noche, de Antonioni, uno de sus personajes tenía entre las manos la novela Los sonámbulos de Hermann Broch. Magris no da la referencia, pero se refiere al personaje de Valentina Gherardini, protagonizado por Mónica Vitti. No es cualquier novela, sino una de las más relevantes de inicio del siglo XX, y para Magris era una señal sobre el alcance de la obra del escritor vienés que sufrió su noche particular: la persecución nazi de los judíos.

¿No tienen un librito?

Puertas de diálogo, aviso para navegantes, señuelos de luz en medio del alboroto del mundo que no se detiene, los libros son esa pausa indispensable no solo para enterarnos de lo que ocurre en otro sitio sino sobre lo que pasa por nosotros. El acto de lectura no es simplemente la recepción neutra de una historia: es un trabajo activo de largo alcance donde lo leído cumple una transformación. Cumplida la lectura de una trama, esas señales y alertas sobre otros libros abren a su vez nuevas puertas por las cuales explorar. Alerta silenciosa, atisbo, estos guiños a otros libros dentro de un libro son una invitación al secreto. Preocupados por difundir la lectura, quizá presionados por el apabullamiento de los medios audiovisuales, como si se hubiera declarado una carrera en la que los libros parecen perder de antemano, olvidamos que no necesariamente lo masivo es lo mejor y que algunas lecturas no están al alcance de todos. Un gran libro, una gran lectura, es como aquella playa desierta que descubrimos alejándonos un poco de los grandes centros turísticos. Siempre hay lectores que frente a los éxitos de temporada, frente a lanzamientos estruendosos de nuevas novelas, optan por el camino del secreto, de aquellos libros que en apariencia nadie lee –los clásicos, digamos– o por los que nadie se interesa porque son desafíos, son exigentes, no están dispuestos a ceder en temas y lenguajes manidos y trillados, y son reservas de creatividad, de exploración, con una mirada inesperada sobre nuestro tiempo, incluso abarcando una idea del tiempo mucho más amplia frente a lo inmediato.

Balance de la FILGYE 2023

Dije que hay libros que no están al alcance de todos. Que uno de los derechos de los lectores sean tener libros a su alcance es lo evidente. Sin embargo, creo que es necesario el matiz. Sobre esto me llamó la atención lo que observó Claudia Piñeiro, que realmente aporta con una luz tangencial lo que se puede olvidar con mucha facilidad: para lograr ese derecho de los lectores hay que defender la educación del lector. Es decir, preparar al lector de la mejor manera para que pueda apreciar las mejores lecturas, los sentidos que un libro cualquiera ofrece y todavía más los sentidos complejos que los grandes libros ponen a disposición y que, aunque suene paradójico, sí que están disponibles, sí que reposan en nuestras bibliotecas, pero nadie los solicita porque no ha contado con la formación que puede disponer hacia esa lectura y su comprensión. Es aquí donde se diluye esa política simplona y cómoda de regalar libros masivamente, como si el obsequio del objeto de papel resolviera todo el proceso de educación y estímulo de la lectura, cuando más bien es la culminación de algo que debió cumplirse. Si se ha cultivado el deseo por determinados libros y lecturas, si se ha sabido construir en el imaginario del lector potencial la maestría de ciertas formas de escribir, es casi seguro que ese lector hará todo lo posible por conseguir esos libros que despiertan su curiosidad, aunque parezcan inalcanzables, aunque sean costosos, aunque sean baratos, pero están agotados y no se han vuelto a editar, y haya que esperar años para poder contar con ellos, ese lector que recibió la invitación del secreto no renunciará fácilmente. Porque lo interesante de esa invitación es la expectativa creada, la capacidad que tuvieron otros lectores, amigos, maestros, o incluso escritores que aluden a otros libros, la capacidad, digo, para saber compartir ese centro de luz que tienen las obras que nos conmueven y que despiertan en nosotros no la sensación de haber encontrado una verdad sino un camino de comprensión, una dirección por la que seguir, ya que si el libro pretende que la lectura se detenga en él como final del recorrido, nos encontramos con una trampa, con un espejismo, porque precisamente lo que revela la sabiduría y la maestría de las grandes obras es el papel de puente que cumplen, sea para devolvernos a nosotros mismos para un examen acertado de nuestra experiencia o para llevarnos por otros caminos y seguir explorando. Incluso cuando un libro niega otros libros, cuando el cura y el barbero del Quijote censuran y lanzan por la ventana los libros que pervirtieron la mente de Alonso Quijano, nos enteramos de qué libros son, y entonces llega la invitación al secreto. (O)