Dejó de escribir en su lengua materna, la checa, y se pasó al francés, como una suerte de aceptación definitiva del destierro. La primavera de Praga había sido una ilusión, luego un dolor. Checoslovaquia era una patria difícil, pues al otro lado de la cortina de hierro tenía menos miedo a los espías que a la delación de los vecinos. Milan Kundera (1929-2023) describió al comunismo con todo el cuerpo, porque así lo padeció: como una dictadura brutal, encarnizada y destructora de vidas. Sin embargo, quizá de allí viene la lucidez de su obra: una constante búsqueda de sentido metafísico a la individualidad.

Su alivio fue el humor, así se comprende a través del Libro de la risa y el olvido, ya un tratado sobre la libertad espiritual y cerebral con la que una cierta visión sobre la literatura puede contribuir a la vida en comunidad, por lo general tan propensa al fanatismo y a la incólume seriedad que proponen los totalitarismos. Al humor, por eso, lo presentó como la experiencia individual más liberadora, como la catarsis en la que la propia memoria se vuelve capaz de respirar, de proyectar un camino hacia el futuro. Kundera entendía que reímos y nos burlamos de nosotros mismos para seguir andando, para dejar atrás.

Pero sí, prefirió pensar en el individuo, en una época en que la escritura pretendía transmitir las pasiones colectivas y la energía de las hazañas históricas. Ante el movimiento literario de una época, él prefería al poeta y su crisis más íntima, su disolución inevitable, su posibilidad redentora. El poeta en la obra de Kundera es un joven navegante en la calma y tormenta del lenguaje, al que a veces solo le espera la errancia y que, si es que algo pudiera aprender o entender, será desde lo irrecuperable. El poeta crece cuando pierde, porque la poesía es un misterio.

Reflexionó hondamente sobre la radical autonomía de la novela, a la que consideró una síntesis intelectual en la que convergen todas las vertientes del pensamiento, como la poesía o la filosofía, así como el devenir descarnado de la vida, con su relato oficial y, sobre todo, con su complejo contra-relato. Preservó la noción kafkiana de la novela como hacha contra el hielo, pero exploró la cicatrización de esas heridas, por ejemplo, a través de un erotismo que se vive como experiencia estética, histórica, profundamente filosófica y metafísica. Y habla de las coincidencias –hoy diríamos, sincronías–, en las que la vida se revela como la solución de un acertijo.

Alguna vez fui a Praga tras sus pasos y los de Kafka. Alguna vez escribí, como uno de sus personajes, el horóscopo de un periódico, no tanto con superstición como deseo. Alguna vez él me ayudó a comprender que la novela es una experiencia ontológica, que nace de una spiración alquímica sobre la belleza. Piensa Andrés Ortiz Lemos que el primer y gran amor de Kundera fue la belleza y sus extrañas formas de manifestarse, y fue ese compromiso irrenunciable con la belleza lo que le permitió identificar la fealdad, por ejemplo, la de los totalitarismos. En 2019 recuperó la ciudadanía checa, antes arrebatada. No le dieron el Nobel. Jamás lo necesitó. (O)