¿Qué les puede contar un hombre de la palabra escrita sobre un hombre de la palabra dicha? Mi abuelo, el Dr. Edgar Molina Montalvo (1939-2024), era mi maestro esencial. Mi padre dijo alguna vez que mi abuelo nos transmitía la sensación de que el ser humano puede mover montañas. Cuando era niño, mi abuelo era un superhéroe, aprendí a hacerlo todo bien para contentarlo y me enamoré de la abogacía porque quería ser un quijotesco luchador como él. Quería su elocuencia. Su profunda comprensión del mundo. Hoy evoco tres adjetivos con los que quiero rendirle un homenaje.

Abnegadísimo, porque era el hijo de un matrimonio que lo había perdido todo, incluyendo a su segundo hijo por una enfermedad, aún niño. Él no se derrumbó. Dejó su colegio icónico para trabajar en el día y estudiar en la noche. Decidió sacar adelante a su familia. Su jefe de campaña para el consejo estudiantil dijo que no era un santo, sino un compañero de parrandas y tareas. Leyó La hoguera bárbara de Alfredo Pareja Diezcanseco y se hizo liberal radical alfarista. Estudió jurisprudencia en la Central y fue secretario general de la FEUE. Luego profesor de ciencia política. Empezó a recorrer el mundo. Cruzó la cortina de hierro hacia Europa del Este y Rusia y luego siguió la ruta de la seda hasta China. En Vietnam le dio la mano a Ho Chi Minh. Junto con mi abuela Jona, compró un terreno y construyó una casa. Allí llevó a sus padres y allí crecieron sus hijos.

Una mujer henchida de ternura

Palabras que son semillas

Bellísimo, porque nos enseñó a tener pasiones. La suya fue el país. No profesaba un patrioterismo rústico, sino una profunda visión latinoamericana. Mi abuelo era garciamarquino, vargasllosiano y cortazariano. Nunca cumplió su sueño de ir a Santa Marta, pero su cuerpo se volvió cenizas –polvo cósmico, digo yo– el mismo día en que nació el Libertador, un 24 de julio. El último libro que revisitó fue la biografía que sobre Bolívar escribió Indalecio Liévano Aguirre. Mi abuelo era un ser estético. Amaba el tenis y era aficionado a la Liga de Quito. Procuró enseñarnos el sentido de la elegancia ante la vida. Y el cariño que nos profesaba rayaba en una belleza fanática: me decía que soy el mejor escritor que había leído, él, que amaba la poesía de Lorca, el Ulises de Joyce o el Julio César de Shakespeare. My way de Frank Sinatra le conmovía y creo que decía que amaba a Bob Dylan porque yo amo a Bob Dylan.

Fortísimo, porque nunca dejó de ir al aeropuerto a despedir a los nietos, para los viajes largos o cortos. Luego de ser el niño que se hizo cargo de sus padres, llegó a ser el abuelo que ya no le tenía miedo a la muerte. No quiso alargamientos más allá del trayecto natural de su cuerpo. En su juventud estuvo preso en el Penal y fue confinado en las Galápagos por oponerse a la dictadura. Fue candidato a vicepresidente y cuando asesinaron a Abdón Calderón Muñoz dijo que lloró solo, mientras al país le mostró un rostro de ecuanimidad y coraje. Cuando era diputado dijo en el pleno que debemos ser mejores que las leyes que tenemos. No lo escucharon. Alguna vez, hablando de Los miserables de Víctor Hugo, me dijo: “No te olvides que los actos de bondad transforman”. (O)