“El hecho más grave es que hoy nadie se avergüenza de nada, y no hay que olvidar que el sentido de vergüenza ha sido siempre la señal de la existencia del sentimiento moral”, dice Norberto Bobbio en su libro Diálogo en torno a la república. Efectivamente, en estos tiempos, la vergüenza es un sentimiento desconocido en la vida pública y en la privada.

Hoy, para estar a tono con los estilos predominantes, hay que hacer gala de cinismo y pavonearse exhibiendo triunfos, poderes y dineros que vienen de los bajos fondos de la economía y de los subterráneos de la ética. Hay que restregarles en la cara a los otros los privilegios y las habilidades, y hay que hacer escarnio de los límites morales y de los frenos que imponen el honor, la ley y la solidaridad.

¿Hasta cuando padre Almeida?

La caducidad de la vergüenza tiene que ver con el extendido sentimiento de que la ciudadanía es un conjunto de derechos sin obligaciones correlativas, y que lo que caracteriza a la democracia, al mercado, al poder y a todo lo demás es la ausencia absoluta de deberes, porque si no hay deberes que cumplir, ¿de qué me puedo avergonzar? Si no hay honor al que ajustar la vida, ¿de qué me puedo sonrojar? Si todo se justifica, ¿qué norma puedo violar?

Nuestros problemas son principalmente morales. La crisis de la legalidad y el derrumbe de las instituciones tienen como antecedentes el sentimiento de desprecio a las reglas y el endiosamiento social de la viveza para burlarlas. Se ha extendido la impresión de que la meta final es ganar a como dé lugar, eludiendo las normas, avasallando los principios, “triunfando” sobre la ley y exhibiendo como trofeos los golpes de mano y la torva cabeza del abuso. Lo importante es asegurarse el éxito y protegerse de las responsabilidades. Es decir, obrar con impunidad.

El capitán de la confusión

(...) tiene que ver con el extendido sentimiento de que la ciudadanía es un conjunto de derechos sin obligaciones...

No puede haber Estado de derecho si la actitud general es considerar a la ley como estorbo y a los principios como prejuicios de viejos. No puede haber civilización y, menos aún, ciudadanía si la única guía de comportamientos y proyectos, de tácticas y de juegos de poder y de mercado, son los intereses, el ventajismo como institución y el enriquecimiento como dogma. No, no puede haber civilización sin un ápice de vergüenza y sin un adarme de honor. Lo que hay en tales casos es un grupo de bárbaros, una masa de gente sin domesticar.

¿Es la obediencia a las reglas un valor social? ¿O el antivalor que predomina es la capacidad de anular la vergüenza y de neutralizar los sentimientos y los compromisos que imponen el deber y el homenaje a la responsabilidad? ¿Desde cuándo dejamos de sonrojarnos en la soledad de nuestras casas? ¿Desde cuándo el honor es odioso vocablo? ¿Cuándo perdimos la capacidad de sufrir por no haber cumplido nuestras obligaciones y nuestra palabra? No sé, pero ese día comenzó el declive que marca este tiempo y a los mínimos y aldeanos conflictos de países que, como este, viven enredados en perpetua decadencia institucional y en inacabable guerra civil mental. Ese día, la sociedad dejó de ser sociedad y nació esto que tenemos. (O)