Vivimos la cultura de la polémica y el insulto. Esa constante confrontación cansa, agota, aleja e impide los intercambios sobre los grandes temas nacionales y los aportes necesarios para construir múltiples propuestas viables, que permitan avanzar.

Los campos de batalla verbales contribuyen al ambiente bélico de un país en lucha constante con y entre mafias, con y entre los remanentes de partidos políticos cada vez más desintegrados.

La cultura del escándalo hace que las palabras pierdan su rol de puente y entendimiento, de comunicación que requiere escucha y comprensión, para ser armas de devastación, bombas racimo con efectos devastadores en el ambiente colectivo. La confianza necesaria para vencer enemigos comunes está torpedeada por la cultura del rumor y el insulto, en la que todos pueden convertirse en enemigos.

¿Cuándo nos perdimos?

No solo nos agobian los delincuentes que atacan en las calles y en las casas, los funcionarios que nos roban en las instituciones, los políticos al acecho de jugadas maestras que les permitan continuar el teatro de su dignidad, cuando la voracidad de sus intereses particulares los desnuda ante la opinión pública, sino las redes sociales con sus “opinólogos” muchas veces sin fundamentos válidos nos sumergen en una niebla espesa donde nos estrellamos.

Este clima tiene un costo espiritual personal y colectivo. Nos aísla y encierra, a la vez que nos mantiene superficialmente informados. Como plantas sin raíces profundas que el primer sol quema o la lluvia arrastra. Vivimos en un sistema sostenido por la desconfianza que alimenta un régimen de fuerza. De hecho, la institución más creíble son las Fuerzas Armadas. Y colectivamente se pide más castigo, aumento de penas y hasta la supresión de los enemigos.

Cuando la desconfianza tiende a escalar termina desintegrando al país y la vida de los ciudadanos.

¿Prioridades?

Las crisis son oportunidades que demandan una transformación personal y social simultánea. Van de la mano. Todo está en crisis. También está en crisis la violencia como forma para resolver problemas.

El primer paso para lograrlo pasa por decisiones personales de superar la violencia en la propia conciencia y ayudar a otros a superarla.

Requiere el silencio oportuno para no convertir las conductas aberrantes y delincuenciales en modelos educativos a fuerza de repetirlas, mostrarlas y comentarlas. No hay que negarlas y evadirlas, sino sostener el fino hilo del sentido común que permite conocer para transformar.

Nos cuesta aceptar nuestra ignorancia y nos erigimos en jueces de temas que no dominamos. Somos expertos en identificar debilidades, cultivamos la obsesión por proclamar lo que no funciona. Se estudian más las enfermedades que la salud, traumas y tristeza más que la alegría y la felicidad. Estos son considerados valores subjetivos y, sin embargo, las fortalezas tienen sus propios patrones y reglas como los tienen los defectos y carencias.

Enrumbar el barco necesita no solo buenos gobernantes, una democracia que funcione y una economía sana, son indispensables el trabajo mancomunado de las empresas, la academia, grupos civiles, que se conviertan en expertos en explorar y desarrollar fortalezas, personales y colectivas, que generen nuevas narrativas. (O)