Sostenía Albert Einstein que constituye una locura hacer lo mismo, una y otra vez, y esperar resultados diferentes. Los primeros intentos de esbozar una carta constitucional para lo que hoy es el Ecuador fueron la Constitución Quiteña (1812), el Reglamento Provisorio de Guayaquil (1820) y la carta grancolombiana (1821). Finalmente, llegó la curiosa Constitución expedida en Riobamba, el 23 de septiembre de 1830, con la que se funda el Ecuador. Desde entonces, nuestro país ha tenido veinte cartas constitucionales. El promedio de duración de ellas, a lo largo de los 194 años de república, es de 9,7 años.

¿Racionalizando el voto?

Se dice que los pueblos que no conocen su historia (constitucional) están condenados a repetirla. Algunos de los grandes hitos se lograron con nuevas constituciones, por ejemplo, la separación de la Iglesia y el Estado (1906), la modernización de la estructura estatal (1929) o la justicia constitucional (1945). Lo cierto es que gran parte de los hitos constitucionales, en el particular caso del Ecuador, coinciden con proyectos políticos de gran euforia, tan caudillistas como populares, con pocas excepciones.

No sería exagerado manifestar que, en el Ecuador, la máxima aspiración de todo aspirante a caudillo ha sido tener su propia constitución. Una carta a su medida. En veinte ocasiones, una nueva constitución ha sido la respuesta a una crisis o vorágine política; nueva carta que se reemplaza –en el mejor de los casos– una década después, con la llegada de una corriente más fresca. ¿El cambio continuo ha sido la solución a los problemas estructurales del país? No necesariamente, porque si bien se lograron hitos, el país ha carecido de un proyecto institucional a largo plazo, un pacto por el porvenir.

200 años de soledad

Las grandes mentes del derecho han estudiado la naturaleza de los procesos constituyentes. Bruce Ackerman piensa que los momentos constitucionales (aquellos que se plasman en una constitución) tienen al menos dos características: grandes consensos políticos y extraordinaria participación popular. Para Dworkin, la práctica constitucional debe ser entendida como una novela en cadena, es decir, como un proyecto que se escribe/construye en el tiempo, como una racionalidad colectiva cuya posta se pasa de generación en generación.

La Constitución de 2008, con todos sus defectos, tuvo grandes consensos políticos y extraordinaria participación popular. Ha marcado algunos hitos históricos para el sistema de derechos, aunque también tiene problemas orgánicos (la Función de Transparencia y Participación Ciudadana, el más grave) que deben ser modificados con premura. Ha logrado, sin embargo, algo valioso: este año cumplirá 17 años, casi el doble del promedio de las cartas ecuatorianas. Ha sido hoja de ruta y debemos seguir construyendo sobre esa base. Hoy se realizará el debate presidencial. Los aspirantes a caudillos, probablemente, ofrecerán cambiarla. Propondrán repetir, por enésima ocasión, la misma fórmula para esperar –absurdamente– resultados distintos. ¿Entregaremos el poder constituyente a nuevos mesiánicos? ¿Repetiremos el mismo error y la misma fórmula? (O)