Viéndolo desde donde lo veo hoy (un presente donde el internet está destruyendo toda noción de verdad), qué cándido resulta el entusiasmo con que a inicios de siglo los periodistas celebramos la democratización del acceso y la producción de contenidos. Soñábamos con revistas que sin mecenas ni condiciones podrían subirse a la red y ser leídas por todo el mundo. Ya no serían solo los grandes medios los que decidirían de qué se habla y cómo. Polifonía, diversidad, dar voz al silenciado; sin salir de casa, explorar perspectivas, experiencias, archivos internacionales. Imaginábamos paraísos de conocimiento y comunicación donde todos podrían acceder a estadísticas, análisis profesionales, opiniones sabias y complejas de personas inteligentes, buenas y sensibles. Tomaríamos entonces decisiones (privadas y políticas) sensatas y solidarias, libres de prejuicios heredados, experiencias aisladas, escándalos, mentiras y emociones. Ya no habría justificación para ser ignorante o dejarse manipular, bastaba invertir un poco de tiempo y esfuerzo para verificar fuentes, contrastar información, investigar credenciales y conflictos de interés. El internet acortaría el camino a la biblioteca y tendería la alfombra roja hacia el conocimiento.
Sucedió lo contrario: el internet fue monopolizado por los billonarios presentes en la inauguración de Trump, quienes desprecian el conocimiento, la verdad, la justicia, la naturaleza y el bien espiritual y material de la humanidad. Oligarquías a quienes resulta fácil dominar a gente que prefiere la sensación a la reflexión, la foto (posteada para alardear) a la experiencia, la velocidad a la profundidad, el carisma al carácter. Misión cumplida: EE. UU., por dar un ejemplo de mal gusto, está en manos de un charlatán ignorante y mentiroso cuyos fanes le aplauden la crueldad, el cinismo, el narcisismo y el abuso de poder.
Llevo décadas observando un fenómeno en acelerado crecimiento: la desvergüenza del ignorante. Son una especie en extinción quienes dicen: “no conozco lo suficiente sobre el tema como para opinar”, o quienes preguntan: “¿y tú, qué opinas?”. No hay diálogo porque los inteligentes (los que piensan lentamente, reconocen sus límites y están constantemente adaptándose: informándose, aprendiendo, escuchando) se sienten abrumados por el volumen y la rapidez con que los necios acaparan el aire. Lo veo en fiestas, reuniones familiares, redes sociales, debates, secciones de comentarios (las nuevas cloacas). ¿Qué podemos esperar de un mundo distraído, narcisista y ruidoso, fan de eslóganes y bullies?
Recuerdo una exhibición en la Biblioteca Nacional Alemana que mostraba cómo las primeras hojas volantes (1517) manipularon la opinión popular demonizando a católicos o protestantes, según el interesado. Menos de ochenta años nos tomó dilapidar las posibilidades de la imprenta para masificar panfletos que viralizaban la ignorancia y promovían el fanatismo religioso y político. Si con papeles voladores era tan fácil controlar al pueblo, ¿qué no podrá hacer hoy un metaverso que se infiltra en nuestra intimidad y nos arranca de la realidad con una eficacia superior a cualquier droga conocida? (O)