Miro la realidad desde el atardecer de la vida. De esos atardeceres actuales, llenos de zozobra, cielo oscuro, nubes cargadas de agua y lluvias torrenciales que no nos permiten ver más allá de unos metros. Avalanchas, aludes, muertes violentas, desapariciones, peleas, desidia política, corrupción, pobreza, niños delincuentes, droga en las calles, miedo y la soledad. El caos y la nada.
Los ancianos sabemos lo que es la soledad. Nos vamos haciendo silenciosos. En el mejor de los casos, profundos, transparentes, heridos, vulnerables, cada vez más necesitados de los otros y los otros cada vez más menos necesitados de nosotros. Y nos entendemos con los niños volviendo al ciclo-círculo de la vida, en una espiral que se abre al infinito. Ellos no temen oír muchas veces las mismas historias, aman la repetición. Esa de oír los mismos cuentos, otras costumbres, otras maneras de celebrar las mismas fiestas; otros juegos, otros ritos, sin televisión ni celulares, ni computadores, ni robots, ni autos veloces, sin aviones y con barcos, sin malls, ni supermercados, con cielos donde se veían las estrellas. Nos ven como los dinosaurios que aman y cuyos diferentes nombres conocen por difíciles que sean. Y exigen que les contemos esas historias siempre de la misma manera, como aman que suceda con las canciones que cantan.
En el mundo de la rapidez y el vértigo los ancianos somos como la plomada o el nivel que el albañil necesita para que la pared no se tuerza. Indispensables y prescindibles al mismo tiempo.
Somos un país paralizado, aterrado, sin resorte, sin ganas, sin empuje. Somos un país deprimido.
No siempre es fácil aceptar la propia inutilidad, es una trampa quejarse, rezongar, idealizar el pasado considerado mejor, volverse amargado y refunfuñón. Sin embargo, hay experiencias límites de personas que han vivido el horror de los campos de concentración nazi y han superado una experiencia que marcó su vida para siempre y de la que casi no hablaban porque era difícil comprenderlos, aceptar que tanta maldad hubiera sucedido. Lo que pasa con las personas descubro que pasa con el país. Somos un país paralizado, aterrado, sin resorte, sin ganas, sin empuje. Somos un país deprimido.
Sin embargo, creo firmemente que es nuestra oportunidad, para convertirnos en país, en nación, múltiple y diversa. Salimos de la burbuja de ser la isla de paz, y reconocemos las fuerzas opuestas que nos descoyuntan, nos separan, nos aíslan, nos oponen, nos matan.
Descubrimos nuestra pobreza, que en el fondo se instala en nuestra desidia, en medio de una riqueza impresionante de geografía y de historia. Es imposible que un caudillo nos salve. Sabemos y constatamos que este país lo construimos todos y lo respetamos todos, que las autoridades son solo mandatarios temporales, que ejercen un poder que es delegado por un tiempo. Que la democracia la tenemos que reinventar como debemos reinventar la organización de las grandes ciudades, para que no sea una democracia pasiva, solo de votos y críticas por redes sociales, sino de toma de decisiones consultadas antes, como debió serlo el famoso decreto de porte y tenencia de armas. Hemos tocado fondo, solo nos queda rebotar para resurgir, para continuar. Los desafíos son como el arco en manos del arquero, las flechas son la toma de conciencia colectiva que este país depende de nosotros. Todos nosotros. (O)