Mi marido y yo somos los hippies de la familia. Los alternos. Los que tienen una llama. Los que van a la final del Aucas-Barcelona a hacer barra por el Aucas (mi equipo por si acaso). Mi primo dirá que él es el verdadero rebelde porque no le gusta el fútbol, pero los odiadores del fútbol tienen compañía a lo largo y ancho del país aunque no lo acepten a viva voz. Los hinchas del Aucas ocupamos un nicho excepcional: se necesita mucha personalidad para hacerle barra al mismo equipo por 77 años sin que gane un campeonato nacional.

Rebeldes y todo, de vez en cuando nos sometemos a controles médicos –o donamos nuestro cuerpo a la ciencia, depende del cristal con que se lo mire–. Nos refugiamos decorosamente en algún lugar de un consultorio médico, donde nos ponemos una bata, para que luego la doctora o el doctor esculque todo lo que tenga que esculcar. La bata realmente solo es un adorno. Ponérnosla implica un acto simbólico mediante el cual nos entregamos a la causa. En ese rito aceptamos que somos simples humanos.

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Seremos todos humanos, pero hay humanos y humanos. Los hombres son más reacios a buscar ayuda y acuden a los médicos menos que las mujeres. Desde este lado de la cancha, se podría decir que las mujeres somos más estratégicas; tal vez por eso vivimos más años. Creo que los hombres también hacen menos compras de comida para la casa y cocinan menos, pero no voy a sacar los cueros al sol. Para eso están los médicos.

A uno de esos médicos debía acudir mi marido con los resultados de sus exámenes de control. Se levantó muy temprano, se olvidó por completo de las instrucciones que había recibido, desayunó espléndidamente, con jugo y café. Salió de la casa a un acto en el colegio de nuestra hija mayor, donde se encontró conmigo, y se comió un postre mañanero y se tomó otro café. Para rematar (por razones que no voy a divulgar y que extraordinariamente no me involucran), se fue muerto de las iras al laboratorio.

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Entrada la tarde, me llama a decir que el médico, quien había recibido los resultados escasos minutos antes, casi le da 24 horas de vida. La hipertensión en la troposfera, la glucosa en la estratosfera, los triglicéridos en línea de Kármán (no se avergüence si tiene que buscarlo en Google, yo lo hice). Le pregunta cuáles son sus hábitos. Él, sorprendido, le dice que trota casi todos los días, que come mucha verdura, que se cuida, y que la panza se debe a los años de vida y no a que toma cerveza con frecuencia, pues no lo hace.

El médico, con toda razón, visiblemente incrédulo, le receta ejercicio, alimentación y medicamentos. En su mente, tiene poca esperanza de volver a ver a mi marido con vida. Se despiden con cordialidad. Ya en el auto, consternado, fija la vista hacia adelante, meditando sobre sus últimos deseos, mi marido recuerda que no siguió las instrucciones ni remotamente. No comer alimentos específicos ni hacer ejercicio el día anterior a las pruebas, no comer en absoluto antes de las pruebas y, yo añadiría, no dejar que nadie le dañe el humor. Ni el día de la prueba, ni nunca. Para eso estoy yo. (O)