La ilusión movilizadora es aquello que orienta la vida, que da sentido a cada día, que ilumina, que inyecta energía y razones para luchar y seguir adelante. Pero, ¿cuál es su fuente, de dónde nace? ¿Es una noción política? ¿Es patrimonio personalísimo del individuo? ¿Está expresada en la sonrisa del hijo o en la propaganda estampada en la pared?

Para algunos, la ilusión movilizadora evoca imágenes de masas que portan banderas y cantan al son de consignas partidistas, de multitudes que aplauden, de caudillos, de ademanes mesiánicos, de promesas y mentiras. De discursos en los que la mediocridad es la regla. La ilusión movilizadora, entendida así, y cada vez por más personas, supone una expropiación de lo que fue atributo personalísimo, e implica su transformación en instrumento del poder. Es una abdicación de la dignidad. La propaganda ha sido el gran agente de esa transformación. Y los sondeos han sido las herramientas que exploran por dónde camina la política, para articular propuestas y simplificar diversidades, para afianzar la dependencia del Estado.

Las esperanzas de cada uno volcadas a lo público, enredadas en debates electorales y en venenosos discursos partidistas, insertadas en el paternalismo, reducidas a temas sobre los que decide el último burócrata y el primer caudillo, es, quizá, la mayor transformación que ha sufrido el mundo en nuestros días. Y es la razón que explica el éxito de los populismos: la propaganda y el discurso permiten que la ilusión personal se endose al caudillo; hacen que los proyectos individuales se transfieran a la política, y que la responsabilidad de cada vida se convierta en asunto de coyuntura electoral. Entonces, la educación, el empleo, la salud, la enfermedad, el sol y la lluvia, la cosecha y la ganancia, serán temas del Estado. La propiedad y el porvenir serán asuntos del Gobierno, o de los diputados. Se fortalece así la dependencia y se afirma la obediencia y la novísima versión de la servidumbre. Entonces, la gente firma el cheque en blanco y enajena el porvenir.

¿Cuál es su fuente, de dónde nace? ¿Es una noción política? ¿Es patrimonio personalísimo del individuo?

Esa expropiación política de las ilusiones ha sido la tesis de los totalitarismos de todos los tiempos. Un ejemplo extremo de la apropiación de la privacidad de las ilusiones y de las esperanzas es el régimen de los Castro en Cuba. Allí, ningún proyecto personal puede disociarse del destino y de las consignas de sus líderes; ningún plan puede ignorar al Estado ni a la planificación; ningún viaje depende del puro capricho o posibilidades del viajante. No se mueve una hoja sin permiso: esa es la libertad que tantos “intelectuales” añoran. ¿Y que diremos de Venezuela y Nicaragua? Todos, sistemas de expropiación del derecho a soñar y del derecho a equivocarse. Y del derecho a ser persona con su dignidad, sus certezas y sus dudas, sus pasiones y sus creencias.

En medio del torbellino que vivimos, es preciso recordar las ilusiones que movilizan, que nos empujan y fortalecen. Usted, lector, ¿tiene una ilusión movilizadora íntima, intransferible, que, pese a todo, persista como patrimonio personal? ¿Podemos aún proteger esas ilusiones? (O)