Me hubiese gustado haber tenido tiempo para cursar mi maestría de Gobernabilidad, Gobernanza y Gerencia Política a la par que ejercía a plenitud el periodismo político, allá por los años 90. También, que muchos de los colegas de entonces, y de ahora, hubiesen tenido esa capacitación tan especializada, como provechosa.

Aprendí entre 2018 y la pandemia, bajo la tutela de Olilia Carlier y con el convenio de las universidades Católica de Guayaquil y George Washington, de la capital de EE. UU., los mitos y verdades de la negociación política. Y muchos “imposibles” que habitaban mi cabeza entonces fueron cediendo hasta admitirlos como “posibles”, cuando –dejando de lado valoraciones de toda índole– de lograr un propósito político se trata.

Y fue Santiago Basabe, “el chef de la política”, quien en plena clase lanzó ají al debate: ¿Debe un gobierno ceder a pedidos administrativos burocráticos específicos para lograr votos? ¡Horror! Se escuchaba desde el fondo del salón, desde donde disparaban los que se crispaban ante la sola mención de “negociación política”. Al “chef”, sin embargo, le parecía un ingrediente válido, un as bajo la manga que hay que saber usar en el momento adecuado, como ocurre aquí y en el mundo. Y abundó en ejemplos, casos reales ocurridos entre Carondelet y el antiguo Congreso, en tiempos de mayorías móviles y de acciones que se tomaban porque a algunos de los jerarcas partidistas les daba “la regalada gana”.

La política, entre muchas cosas, es el arte de hacer posible acuerdos inverosímiles. Que se sienten a la mesa y logren pactos mínimos quienes han tenido “extremas” posiciones ideológicas, demandas sociales “incompatibles” y malestares ancestrales.

La política, entre muchas cosas, es el arte de hacer posible acuerdos inverosímiles. Que se... logren pactos mínimos...

Algo de eso ocurre ahora mismo en torno al juicio político en contra del presidente Guillermo Lasso, proceso que parece muy intelectualmente cuestionable, pero que ha obligado a moverse al aparato político de la negociación, con la misión de lograr los votos que eviten una censura, en un proceso en el que poco valdrán los argumentos y si existe o no la prueba, sino que se definirá en la “dictadura” de una mayoría absoluta, si la oposición logra mantenerla.

¿Puede cuestionarse tal muñequeo al ministro del Interior, al que le tocó afrontar de entrada tamaña crisis? Pienso que no. Esa es justamente la faceta más extrema de su trabajo y parecería, de lo que trasciende, que lo está haciendo bien, aunque para ello admita cogobiernos que sonaban imposibles dos años atrás. Es el trabajo de orfebrería política que Lasso no había tenido hasta ahora.

Cogobernar, si se lo hace con eficiencia, no debe significar en ninguna circunstancia un cheque en blanco para la corrupción o la propaganda, sino la posibilidad de que demuestre su capacidad aunque proyecte inevitablemente su imagen con obra estatal.

¿Cuando lo haces tú está bien, pero cuando lo hace el de enfrente está mal? Este criterio suele copar el escenario. Y el cuestionamiento se vuelve fácilmente replicable cuando los comunicadores adoptan la postura radical de que esa negociación es satánica. La corrupción que ven a diario en sus coberturas los ha vuelto, nos ha vuelto, desconfiados. (O)