Una malla se ha extendido; forma los edificios, ilumina las pantallas y hasta modela la silueta humana. Es una red tan sutil que resulta generalmente invisible excepto cuando ocurren fallas, como con los cortes de luz. Simultáneo a su despliegue, la comodidad y el consumismo ahonda el proceso de masificación de las personas, que resulta en una disminución de movimiento autónomo, aumentando la dependencia de fuentes externas. Es un progreso que al mismo tiempo ha significado pérdidas. Y tan omnipresente es que altera el balance ecosistémico del que somos parte. Lo vemos en las crisis sociales y ambientales que sobrellevamos, como la epidemia de dengue o la severidad climática. Es sustancial llegar a ser críticamente conscientes, porque es lo negativo lo que genera corrientes abocadas a toda superación.

En Ecuador, el dengue registra más contagios en lo que va de 2024 que en todo 2023. El Aedes aegypti, que también transmite chikungunya y zika, se reproduce en aguas estancadas en medios artificiales, sin depredadores como anfibios y peces. La proliferación de insectos y enfermedades en ecosistemas adulterados es común, algo notorio por la deforestación y el monocultivo. Estos latigazos de la Naturaleza son síntomas de algo que hace tiempo se caracteriza como una crisis global. El más completo diagnóstico del estado de las especies, del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), determinó que desde 1970 las poblaciones vivas no-humanas han declinado en un 69% a nivel planetario. El promedio de declive en América Latina fue de un pasmoso 94 %. Es algo anticipado en el libro del Génesis; los demás seres vivos, aunque sean inocentes, sufren las consecuencias de la caída del ser humano.

Es un error histórico pensar que la naturaleza es pasiva frente a nuestros impactos. De hecho, sus réplicas tienen un alcance proporcional, como se vio en la pandemia. La propagación del modelo capitalista internacional desconoce razones superiores a lo político-económico porque su impulso precede a la globalización. Por eso la tentativa de corrección a través del concepto de “desarrollo sostenible” da tanto que pensar a nuestros hermanos en la vanguardia europea. Somos así testigos de las reverberaciones de un choque frontal entre prefiguraciones de política mundial y las debilitadas estructuras del Estado nacional. Empresas, comunidades y personas reciben influencia directa de entidades y leyes del extranjero. Pero que los agricultores estén protestando contra los aparatos globalizadores indica no que tales esfuerzos son errados sino deficientes. La metamorfosis del sistema mundial hacia la sostenibilidad se entiende como necesaria precisamente allá, porque es en el ojo del huracán donde el panorama es más claro.

Sobre la ola de la globalización fluyen superficialmente las ideologías. Esto refleja el declive del Estado nacional por ser incapaz de soportar la interdependencia que lo traspasa. Las masas se arremolinan en los vacíos de tal desmoronamiento, como se ve en el auge del nacionalismo. De ahí que los enjambres polarizados discuten no ya cuestiones de conocimiento, sino de identidad. Por encima, sin embargo, se mantiene el enfoque económico-militar en los acuerdos y bloques supranacionales. Pero aquí es preciso distinguir que vivimos dentro de una revolución donde los peligros económicos y de guerra se revelan como amenazas ecológicas y de exterminio. Solo la catástrofe expondrá inequívocamente lo cerca que estamos del abismo. Está escrito en la pared. Y porque las demandas de la Tierra no descienden, sino que surgen como el agua, la reforma a partir de los centros gravitacionales del mundo es obligatoria pero insuficiente. La persona singular ha de ser partícipe de la reflexión, porque el edificio se apoya en sus cimientos y no en los pisos superiores. No sólo es esto posible, sino que es necesario. (O)