Son decenas de miles, arrojados por la pandemia de la violencia, de sus barrios, ciudades, provincias. Aupados por la solidaridad de un pueblo que en silencio sabe acompañar, escuchar, curar heridas, indignarse y forjar los pilares de una sociedad distinta. Los que han bajado a la profundidad del sufrimiento y la soledad se vuelven inexpugnables. Han atravesado la muerte de sus esperanzas, sueños, proyectos y desde ese otro lado como sobrevivientes tienen la fuerza de mostrar un camino diferente.

En este espacio tiene hoy la palabra una líder de barrios populares, raíz de resiliencia de este pueblo, que ha tejido redes potentes en los sectores más violentos y empobrecidos y que fue arrancada del horror por amigos que la salvaron, sin poder llevar nada con ella, partió a otro lugar con lo puesto:

“El viento me llevó lejos de casa. Un día cualquiera, la tierra me habló en susurros de peligro. No hubo relámpagos ni tambores, solo una grieta invisible en el aire. Salí con lo puesto, creyendo que regresaría al atardecer. Pero la puerta no volvió a abrirse para mí. El barrio donde aprendí a caminar se volvió espeso, como un bosque que ya no reconoce a sus hijos. Allí donde reíamos, ahora solo se sobrevive.

Las esquinas murmuran nombres que nadie se atreve a pronunciar.

‘Estamos activos’, susurró la noche, en voz de sombra y filo cortante, golpearon puertas a medianoche, dejando el miedo temblando en el aire.

Una vecina, con llanto en el alma, miró tras cortinas, calló su clamor, oyó los pasos, oyó la amenaza: ‘estamos activos’ - rugió el terror.

Las casas dormían con sueños partidos, el viento traía murmullos de horror, al frente llamaron, al lado también, la calma se hundía sin salvación.

Dicen que es ‘vacuna’, cobran la ley, que nadie votó ni nadie eligió. Dicen que es aviso, que pronto vendrán, y el barrio se tiñe de desolación. Pero aun en la noche más densa y cruel, hay ojos que velan sin rendición. El pueblo resiste, aunque sienta el miedo, y en cada latido late rebelión.

Hoy, mi nuera entró a mi casa, silenciosa como un ladrón, bajo la sombra de la noche. No hizo ruido, no abrió puertas, solo cruzó el umbral con pasos callados, como quien lleva en el alma un peso invisible. En su silencio, sus ojos guardaban urgencia, y en sus manos, el temblor de quien conoce los secretos que susurran las calles y las sombras, esas que acechan sin nombre ni rostro.

Hoy, mi nuera entró a mi casa, no como invitada ni con confianza, sino con el sigilo de quien sabe que solo existir es ya un acto de resistencia.

Me he ido. No porque lo quise, sino porque la vida lo pidió. Cambió mi casa, mi calle, el aire que respiro y la ventana que me saluda al despertar.

He dejado atrás paredes que conocían mi silencio, calles que sabían mis pasos. Y ahora… estoy aquí. En otro rincón del mapa, con otro cielo sobre la cabeza y otra tierra bajo los pies. Pero he aprendido algo:

el alma también puede mudarse con dignidad. La raíz no siempre está donde naciste, sino donde aprendes a florecer de nuevo.

Este nuevo lugar –este nuevo sector– no es solo techo y calle. Es oportunidad. Es altar temporal donde Dios sigue hablándome a través de lo simple: una piedra en el camino, un gesto de bienvenida, una señal que me dice: ‘Aquí también puedes ser tú’”. (O)