Me quedan algunas prácticas de mi largo ejercicio de profesora, una de ellas, corregir. Y como no creo que hoy -tiempo de las redes sociales, donde se agrede la lengua frecuentemente-, pueda mantenerse aquello de “aplaudir en público y corregir en privado”, uso un simbólico color rojo en los mensajes escritos con errores. Alguien podría recordarme que el rojo no debía usarse para esa labor porque “lastimaba” la sensibilidad del estudiante. Hubo colegas que marcaban con verde o violeta. Sutilezas. Los aprendizajes tienen que lidiar con las equivocaciones y el propósito de superarlas.

Por esto, leo mensajes mal escritos y los corrijo con buena voluntad y tono amable, pensando en que ayudo a quien la prisa redactora hizo caer o a quienes la imitación de malos modelos los ha llevado a usos deleznables. Y como mi oído y mis ojos están armonizados, descubro y hasta identifico la procedencia de una serie de debilidades. Ejemplifico una de origen periodístico que salta hasta en titulares: el uso del verbo iniciar. Ya es habitual encontrar “En abril inicia el período escolar”, cuando la mera pregunta “¿quién inicia?”, esa que nos enseñaron en primaria para encontrar el sujeto de la oración, se queda sin respuesta. Entonces, la oración requiere el uso impersonal –sin sujeto– “se inicia”, con ese indispensable pronombre.

Un error que acabo de corregir en redes estuvo plasmado al pie de la foto de una evidente estantería de biblioteca. Decía “librería de tal institución” y yo, simplemente, puse el título de esta columna, entre signos de interrogación para inducir a su revisión. Horas después otra persona, que no el autor del mensaje, agregó que en su cuarta acepción el DEL aceptaba que a las bibliotecas se las llame librerías. Eso es usar el diccionario con una rigidez incompatible con la flexibilidad del idioma. Por eso, los traductores no pueden hacer su trabajo a base del listado de significados que aparecen alfabéticamente. Las palabras dentro del flujo de la vida van amontonando sobre sí “el polvo de los tiempos”, decía un poeta, y el polvo de la calle, del contexto. Y esas ondas significativas modelan en su conjunto el sentido general. No debo decir “voy a comprar un libro a la biblioteca”, pese a la bendita cuarta acepción.

Los aprendizajes tienen que lidiar con las equivocaciones y el propósito de superarlas.

Si de conseguir buena ortografía y redacción se trata –nuestros mayores nos dijeron que la escritura era como la higiene personal, nos presentaba ante los demás–, ya está claro que el bachillerato no deja como logro esas herramientas. La utilización del verbo haber parece una montaña dura de escalar, la simple diferencia entre “ha” y “a”, una prueba de fuego de tuiteros. La preposición “de” antes de “que” falla hasta en la narrativa de Roberto Bolaño. “Es error de chilenos”, me dijo alguien, y no es excusa porque las editoriales tienen severísimos correctores de estilo. Las obras literarias juegan con los errores voluntariamente, con propósitos que el lector debe descubrir, más allá de la imitación del habla oral, tan fresca y libérrima en la mayoría de los casos.

Parece que el afán de expresarse desatado por las redes sociales cada vez se aleja más de un español correcto. No es cierto que lo importante es que el receptor entienda por encima de la frase mal construida. A la asambleísta Pazmiño no se la puede comprender. (O)