Adoro el inicio del Réquiem de Mozart: ese primer minuto anterior a la voz humana. Abandonarme a los largos suspiros de fagot y clarinete, la soledad tan pura de ese mundo pre y poshumano donde solo existe el aire: lo divino. Eleva, asciende, música que todo lo llena, que se te mete en el pecho, te acaricia la nuca, te recorre la espalda, primero con triste dulzura, finalmente con la gravedad definitiva de la muerte.

Un réquiem es la musicalización de la liturgia de la muerte. Componerlo es hacer danzar las palabras dedicadas al ser divino que recibirá en su gloria al alma humana. Fe, esperanza, ilusión que hace tolerable la vida: escapar, en las alas de la muerte, del fin al infinito, de la cárcel del dolor a la eterna belleza de la serenidad. Pero un réquiem no lo escuchan ya los muertos, sus sentidos apagados. Es para los vivos que nos quedamos atrás: consuelo, coro que acompaña la soledad de la pérdida, visión de lo divino, seducción, presagio, devenir.

Quizá no deberíamos decir nada sobre las cosas bellas, solo admirarlas con la boca llena de silencio y asombro.

Imagino a Mozart componiendo su réquiem: anotando con mano trémula la música divina que emanaba de su ser. La historia de la composición de esta obra es una de esas novelas que se escriben solas: un genio enfermo, agonizando mientras escribe, sin saberlo, su propia despedida. Murió Wolfgang Amadeus Mozart sin haber cumplido los 36 años, un lunes 5 de diciembre en Viena; murió en casa, arropado en su propia cama; falleció por una fiebre reumática producto de una simple infección bacteriana (corría el año 1791). En su corta vida compuso 21 óperas, 17 misas, 60 sinfonías, 30 conciertos para teclado y al menos 12 para violín y orquesta, 13 para vientos y orquesta, 23 serenatas, nocturnos, divertimentos y marchas, 42 obras entre Lieder y composiciones para órgano, al menos 3 cánones. Tanto creó, deslumbró, sigue y seguirá deslumbrando, pero la vida no le alcanzó (nunca alcanza) para despedirse: la muerte lo encontró antes de completar su Misa de Réquiem empezada en julio de 1791 a raíz de una misteriosa comisión (se cree que del conde Franz von Walsegg con la intención de hacer pasar por propia la obra). Su viuda, la tenaz Constanze, temiendo que el oscuro señor que encargara a Mozart la composición exigiera la devolución de la mitad de los honorarios ya pagados antes del inicio del trabajo, y temiendo que tampoco saldaría la mitad debida por encontrarse inconclusa la obra, decidió pedir ayuda. Acudió primero al músico Joseph von Eybler para finalmente decantarse por un alumno de Mozart: el genial Franz Xaver Süssmayr. Y es en la escritura de Süssmayr que ha llegado a nosotros el Réquiem “de Mozart”. Los estudiosos creen haber reconocido las partes compuestas por cada uno, piensan que Süssmayr dejó fuera lo aportado por Eybler y se basó en la versión inacabada de Mozart para completar la creación.

Imagino a Mozart extinguiéndose al ritmo de ese canto de cisne inefablemente hermoso. Quizá no deberíamos decir nada sobre las cosas bellas, solo admirarlas con la boca llena de silencio y asombro. Pero somos débiles y estamos solos, así que hablamos, escribimos, comentamos y compartimos. Amo el Réquiem de Mozart. Lo escucho cada vez que me dispongo a escribir. (O)