En el siglo pasado, Ludwing von Berlanffy propuso una mirada total de los fenómenos; a esta corriente se la llama teoría sistémica, que, en pocas palabras, considera que cualquier elemento, por insignificante que parezca, contribuye al funcionamiento de una instancia. La teoría sistémica advierte que aun la pieza más pequeña asiste a todo el sistema. Es decir, los que dirigen y los que ejecutan son igualmente importantes.

No obstante, en sociedades con profundas desigualdades hay quienes aportan al sistema y “hacen todos los mandados” mientras son otros los que se “comen los bocados”. Pero ¿qué sucede si las piezas que sostienen el sistema se disuelven o los participantes no están dispuestos a colaborar más? Un escenario así lo generan las revoluciones sociales.

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Sin embargo, en la mirada de algunos historiadores, ese cambio es temporal, pues los hilos que mueven el poder tienden a reorganizarse para no hacer grandes concesiones o solo incorporar aquellos cambios que los benefician. En Ecuador, los historiadores afirman que una vez que terminó el proceso independentista —hace más de 200 años— en los muros de Quito apareció la frase “Último día del despotismo y primero de lo mismo”.

(...) los que se comen los bocados solo calculan el escenario político para reubicarse y seguir aprovechándose del Estado...

Y la historia pareció repetirse, por ejemplo, entre los años 1997 y 2006; es decir, en casi una década ocuparon el sillón presidencial siete personas, pero las condiciones sociales de la mayoría no cambiaron; tampoco se transformó la estructura burocrática del Estado. La convulsión socioeconómica que golpeó al país, el caos y la violencia militante no generaron más empleo ni mejores condiciones de vida. Como consecuencia, Ecuador se convirtió en un país de migración masiva, desestructuración familiar, y fueron las remesas las que sostuvieron a quienes se quedaron en medio de la desolación y el dolor.

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Hoy vivimos un contexto socioeconómico golpeado —similar a la década de los 90— y las arcas fiscales están vacías por múltiples factores, entre esos la deuda externa, que ata al país a compromisos gigantes, con acreedores extranjeros. Así, el escenario de la década de los noventa vuelve a surgir. Y los que hacen los mandados, los que no tienen opciones de un empleo digno o una iniciativa productiva, abandonan el país, atraviesan la selva del Darién, mueren en el océano o sucumben en el desierto; porque parece que, para quedarse atados a la pobreza, más vale cruzar las fronteras.

Mientras tanto, los que se comen los bocados solo calculan el escenario político para reubicarse y seguir aprovechándose del Estado y sus recursos. Resulta moralmente cuestionable que unos pocos sigan usando el poder, manipulando la política y aprovechándose de los recursos mientras la mayoría nada en una pobreza cada vez más generalizada.

Es hora de sumar a instancias capaces de analizar la situación, sugerir soluciones, priorizar decisiones y vigilar que los aprovechadores de siempre no destruyan las esperanzas. De ahí que resulta pertinente el dicho de que “quienes hagan los mandados se coman los bocados” y se involucren en un diálogo nacional, que reparta las responsabilidades y los beneficios de la situación actual. (O)