De acuerdo con los plazos establecidos para la elección anticipada, a estas alturas ya deberíamos saber los nombres, apellidos y adscripciones partidistas de los candidatos presidenciales y, sin que sea mucho pedir, también de sus compañeros de binomio. Pero hasta el viernes solamente había rumores. Como corresponde a la política nacional, cada uno de esos nombres refería a fuentes extremadamente confiables, que a los pocos minutos eran desmentidas por otras fuentes asimismo fidedignas. En definitiva, lo único cierto era que, a pocas horas del cierre de las inscripciones, unos dos o tres personajes autonominados cruzaban los dedos a la espera del bondadoso partido o movimiento que les acoja bajo su membrete para cumplir con la disposición legal.

Vista a la distancia, la situación es de comedia. Pero al vivirla en vivo y en directo, en el día a día, y al considerar que allí se está jugando el futuro del país, presenta su imagen real de tragedia. En efecto, no hay gracia alguna en que el proceso de selección de los candidatos para los cargos más importantes del país se defina por el oportunismo de unos individuos que tienen como única credencial su propia valoración y la indiferencia de una mayoría que ve todo esto como algo ajeno. Este es el resultado de muchos factores, entre los que sobresale, en primer lugar, una ley electoral y de partidos que no cumple su función central de regular la competencia política. En aras de una supuesta apertura, se la convirtió en un mamotreto que incentiva la personalización y alienta su propio incumplimiento. A esto se añade la ligereza en las decisiones de las autoridades responsables de su aplicación, como en el caso reciente de la emisión de un reglamento que viola abiertamente la misma ley en el tema de la paridad.

En segundo lugar, esta situación proviene de la desaparición de los partidos políticos. Ya no cabe hablar de la crisis de estos, porque simple y llanamente ya no existen. Durante más de veinte años, desde que a algún ignorante se le ocurrió calificar de partidocracia a un sistema político en el que nunca hubo partidos fuertes, se viene denigrando a cualquier forma de organización política medianamente estable. A la larga, convirtieron a los partidos en algo oprobioso y a la política en una mala palabra. De ahí que, con contadas excepciones, la presentación usual de los que ahora aspiran a los cargos políticos sea asegurar que no son políticos (cabe imaginar la carcajada que provocarían si al solicitar un puesto en un equipo de fútbol pusieran como primera cualidad no ser futbolistas).

A estos factores se debe añadir la responsabilidad de cada una de las personas que reiteradamente entrega su voto a charlatanes y aprendices de mandamases, pero entrar en eso requeriría de varios artículos completos. Por el momento, lo que se puede avizorar es una campaña sin contenidos ideológicos y mucho menos programáticos. En gran medida, la contienda estará asentada en temas puntuales (como el combate a la delincuencia y las denuncias de corrupción). No faltarán las fórmulas mágicas para la solución de los problemas y los ataques personales entre los candidatos. El vacío que esto significa será llenado nuevamente con la colocación en el centro del escenario de la disyuntiva entre correísmo y anticorreísmo. Esta definirá el resultado y sentiremos que nos hemos movido para permanecer en el mismo terreno. (O)