La palabra error tiene el mismo origen que errar, que significa andar perdido. En este siglo Occidente, como comunidad cultural, como conglomerado humano que comparte ciertos valores, vaga extraviado por sendas equivocadas. Evolucionando desde principios cristianos y griegos, en el llamado Renacimiento, desembocamos en el humanismo que pone al ser humano en el centro ontológico del Universo. No hay contradicción, sino coincidencia en que, por esos mismos tiempos, sabios occidentales establecieron que la Tierra no es el centro del Universo, sino un planeta diminuto, que gira en torno a una estrella pequeña de una galaxia mediocre. El ser humano es un centro absoluto para sí, abierto al cosmos infinito. Por esos mismos siglos, filósofos occidentales enuncian los derechos humanos, manifestaciones inviolables de todo ser humano, que las obtiene de derecho por el mero hecho de ser humano.

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Desde el Renacimiento algunas herejías pretendieron descentrar al ser humano de esta posición. Fueron desechadas por absurdas y por las desastrosas consecuencias de su práctica. Pero nunca se dio, como en las últimas décadas, un movimiento tan dañino, un cáncer en el corazón mismo de nuestra cultura, como el conjunto de disparates que se agrupan en el llamado wokismo, que pretende extender el concepto de “derechos” a entidades de todo tipo, desnaturalizando el criterio que los establece. Disparates tras disparates. Hablan de los derechos de la naturaleza, no hay tales, la humanidad es quien tiene derecho a la naturaleza, por eso hay que cuidarla porque permite nuestra supervivencia y causa nuestra felicidad.

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Recientemente leí algo sobre los “derechos de un río”. Tampoco. Los humanos asentados en su cercanía, en primer lugar, pero en última instancia, toda la humanidad tiene derecho a cada río en particular. La pérdida de un lago, de una cascada, de un río, de una especie de planta o de animal nos afecta a todos, pues vivimos en un todo interrelacionado, en el que la ausencia de un ser o de un proceso cambia el conjunto. Nadie tiene derecho a producir daños irreversibles en el patrimonio natural. Todos tenemos derecho al uso racional de los recursos del planeta, a tomar de él, de manera sostenible, los elementos de nuestra felicidad. En el caso de un río, tenemos derecho a su agua, para beberla, para usos domésticos, industriales y como vía de transporte. ¿También a obtener de él energía hidroeléctrica? Eso es otra cosa. Con ningún propósito se puede afectar a personas asentadas río abajo, que dependen siempre de su flujo natural, esto es indiscutible. Además, no son ingenios inofensivos, tienen impacto en los ecosistemas que los rodean. Y siempre afectan gravemente el derecho al paisaje. Todo ser humano está llamado a la felicidad, que no es lo mismo que placer, pero no la concebimos sin algún tipo de placer. La forma más alta de placer es a su vez la más sencilla, la contemplación estética. El captar con cualquiera de los sentidos la belleza de un objeto nos produce un regocijo gratuito, sano y duradero. Eso sentimos al contemplar un paisaje, y su destrucción viola este derecho, a más de todos los males que sabemos vienen aparejados. (O)