De no ser por el bombardeo ordenado por el Gobierno en contra del campamento minero ubicado en la localidad de La Merced de Buenos Aires, provincia de Imbabura, muy probablemente la gran mayoría de ecuatorianos seguiría ignorando el grave problema que significa para el país la minería ilegal. No es exageración decir que esta actividad representa uno de los mayores peligros que enfrentamos como sociedad. Ella es una de las fuentes más grandes de lavado de activos por parte del narcotráfico y llave de financiamiento de los carteles internacionales del crimen. La minería ilegal es hoy en día un fenómeno mundial que aniquila el medioambiente, especialmente ríos, a los que contamina sin misericordia; viola sistemáticamente los derechos humanos de quienes trabajan en ella; destruye comunidades enteras; y es motor imparable de enriquecimiento ilícito. Basta pensar en el efecto devastador que tienen las 2.000 toneladas de mercurio que se generan anualmente a nivel mundial por obra de estas actividades. Y los billones de dólares que se movilizan. La Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para el Control de Drogas y Crimen Organizado (UNDOC), con sede en Viena, viene jugando un rol protagónico tanto en el diagnóstico de este fenómeno como en el asesoramiento a los Gobiernos en la formulación de políticas públicas con respecto a él. Una vez más, el sistema Estado nación se ve sofocado por fuerzas informales que trascienden sus fronteras. Un hecho que llevó a la representación del Ecuador ante el Consejo de Seguridad a promover un debate de alto nivel a fines de 2023 sobre este fenómeno.
Las actividades informales y artesanales de minería, especialmente auríferas, tienen una larga tradición en nuestro país. Lamentablemente, el auge del narcotráfico y de las bandas delictivas que florecieron durante el correísmo ha cooptado a esta verdadera industria. Si ya era difícil para el Estado ecuatoriano ejercer control sobre la minería artesanal, el problema se complicó enormemente con el enseñoramiento del crimen organizado sobre la producción clandestina de minerales. A la debilidad institucional hay que añadir las ramificaciones políticas que ha generado el crecimiento acelerado de la minería ilegal. Esta actividad goza de la protección de importantes movimientos políticos en nuestro país. Al menos su silencio así lo hace evidente. A pesar del enorme daño que provoca esta actividad, la mayoría de los movimientos sociales opta por mirar a otro lado antes de adoptar una posición firme en su contra. Hablan mucho de los derechos de la naturaleza, los derechos humanos y la salud popular, pero nada sobre uno de los principales focos de destrucción ecológica, como es el caso de la minería ilegal. Difícilmente puede creerse que esta burda hipocresía sea un simple descuido o producto de una coincidencia.
Pero lo más burdo de esta actitud es la oposición feroz que estos movimientos ejercen contra las actividades mineras legales, es decir, por aquellas que se desarrollan en el marco de la ley, cumpliendo con las regulaciones laborales, pagando impuestos e implementando las mejores tecnologías ambientales internacionales. A esas empresas, que generan miles de puestos de trabajo, se las persigue, arrincona y desprestigia de manera sistemática. (O)