En este mundo, cada vez más complejo, la tecnología, muy positiva para muchos ámbitos, ha contribuido, sin duda, a que ciertas situaciones se compliquen más cuando esta es mal utilizada.

Me refiero específicamente a la política. Me refiero a las redes sociales, a los chats de WhatsApp. Me refiero a esos “mundos paralelos” conformados por los ciudadanos, sus seguidores y seguidos; por los compañeros de chat, alimentados por otros chats y por otros chats, que disparan contenidos prefabricados para alabar a unos y destruir a otros. Para crear héroes, salvadores de la patria y defensores de los pobres, y villanos, responsables de todos los males de la patria, y enemigos de los altos intereses nacionales. Élites marginadas y ensimismadas, preocupadas por sus negocios, sus intereses, encerradas en su nuevo mundo digital.

Mundos generalmente divorciados del mundo real en el que vive el 97 % de ecuatorianos, colombianos, peruanos, argentinos, panameños, guatemaltecos, salvadoreños o mexicanos, que comparten los mismos problemas.

Por ese motivo, únicamente los políticos que salen a la calle, que se entierran en el lodo, que comen sol y que viven, al menos “de visita”, la realidad del pueblo, son los que tienen la posibilidad de hilvanar un plan de gobierno y un discurso sintonizado con las necesidades, angustias e ilusiones de las grandes mayorías, que son al final de cuentas (y gracias a Dios) los que eligen gobernantes.

Digo esto con motivo de las críticas que ahora circulan por doquier respecto del presidente Bukele y su gestión al frente de El Salvador, a raíz de que un outsider públicamente ha elogiado su exitosa política de combate a la violencia en ese país.

Falta empatía en nuestras sociedades, sobre todo de ciertas élites que no se han enterado que los marginados son ellos.

Esta columna no pretende analizar las prácticas del gobierno de Bukele ni si todas ellas has respetado los derechos humanos. Como dijo un gran periodista español: “… en toda historia hay más de una verdad…”. Pero sí resaltar dos realidades: los índices de violencia e inseguridad antes y después de Bukele y los altos niveles de aceptación popular de su gestión.

La popularidad de un gobernante no siempre garantiza que sus ejecutorias sean democráticas ni transparentes, como ya lo hemos experimentado en carne propia en Ecuador y en muchos otros países de la región. Pero sí confirma que algo se está haciendo bien en cuanto a mejorar la calidad de vida de las grandes mayorías.

Para quien se mueve en un círculo urbano residencial y tiene estabilidad económica, y acceso a la salud privada, es MUY fácil denostar a un gobernante criticando sus prácticas antidemocráticas o sus falencias en uno u otro ámbito. Pero quien no tiene trabajo y recibe ayuda económica, quien no tiene acceso a salud y recibe atención médica o quien sobrevive todos los días al salir a la calle y ve cómo matan a familiares, amigos y vecinos todos los días y, de pronto, ve cómo esa violencia se reduce drásticamente o desaparece, agradece lo que recibe y le importa un bledo lo demás.

Falta empatía en nuestras sociedades, sobre todo de ciertas élites que no se han enterado que los marginados son ellos. (O)