Me intriga cómo se inicia alguien en la corrupción. También cómo se justifica a sí mismo. En el caso de la corrupción, alguien se degrada poco a poco hasta transformarse en una persona diferente a la que se suponía que era, cuando no estaba dispuesta a ceder a manipulaciones ni hacerse el indiferente ante el manejo de dinero público. Hay una metamorfosis, un cambio de perfil. Es un mecanismo narrativo. En la secuencia de una conversión, el perseguidor puede pasar al ámbito de los perseguidos, como ocurrió con Saulo de Tarso, el futuro San Pablo, apóstol de Jesús. Me detengo en una imagen de esta conversión inversa, la de Caravaggio que pinta a Saulo de Tarso caído de un caballo por un golpe de luz que le revela, como en una epifanía, la necesidad de ese cambio. No creo que ocurre de la misma manera a la inversa: el paso hacia la corrupción no tiene epifanías sino silencios. O quizá tiene una: hasta que no se reciba, de facto, una propuesta de corrupción, no se tiene idea de lo que se trata. Es posible. Pero eso sería llevar la comprensión del fenómeno a casos extremos, que ilustran por exageración y dejan en la sombra lo que rutinario: las corrupciones minúsculas o menores, o, mejor dicho, lo que no quiere considerarse corrupción. Habría que detenerse en esa banalidad de la corrupción mínima. Es decir, aquella que no corresponde a cuantías millonarias. No hablemos de trasatlánticos atravesando océanos de vergüenza pública, con fiscalías y abogados rastreando el menor movimiento, sino de pequeños botes inflables, minúsculos, que quieren pasar como algo insignificante, casi invisible. Porque se supone que lo invisible no va a producir la vergüenza de saberse descubierto en una corrupción escandalosa. Aun así, el cinismo se ha vuelto una especie de modus operandi en el cual hasta los más descarados corruptos están dispuestos a soportar unos años de cárcel sabiendo que, al final, se quedarán con el botín.

Pero volvamos a lo mínimo. ¿Cuándo algo deja de ser corrupción? La pregunta revela la situación de una sociedad y sus valores. Probablemente uno de los ejemplos que disimulan la corrupción es el nepotismo. El favorecer a familiares o amigos, en el sentido más abierto del término, parece tener dispuestos previamente los argumentos de la justificación, su invención deberíamos decir. El nepotista se inventa que sus familiares, su pareja o sus amigos son los mejores que se puede llegar a conocer. La palabra es de origen italiano. Nepote o nipote en italiano se traduce como sobrino o nieto. Entre los papas católicos de la Edad Media, corruptos mayores, la secuencia de Calixto III a Pablo III es una telenovela de cargos heredados entre familiares, por no hablar de los que antes condenó Dante en el Infierno de la Divina Comedia. Lo llamativo del nepotismo, además de los actores principales, son los allegados y cercanos que conocen de la transacción entre familiares, parejas y amigos, pero se quedan debidamente callados. La omisión, sin embargo, también se constituye en culpa. De alguna manera es aquí cuando se produce el daño a la sociedad: el silencio cómplice, la impunidad, y la creencia perversa de que no es grave lo que ha ocurrido, que no es para tanto, y que es mejor mirar a otro lado porque no vaya a ser que si se abre la boca el día de mañana uno mismo quedará al margen de… vaya a saber qué. No hay que ir muy lejos para darse cuenta que abundan los silencios y justificaciones sobre lo que “todo el mundo sabe”. En un mundo en el que se ha frivolizado el sentido de la violencia, desarrollando infladas hipersensibilidades, se deja a un lado violencias mayores contra los bienes públicos, que parecen una abstracción, una especie de sparring que debe resistir todos los embates de corrupción sin que nadie diga nada.

Frente a un caso reciente sobre nepotismo vinculado a una directora de la Revista de la Universidad de México, uno de los implicados llegó a escribir hace poco “quienes sugieren la palabra nepotismo, lo hacen por una razón práctica: se rodean sólo de idiotas”. Es una afirmación en la que no hay argumento ni ideas, simplemente es un deslinde entre un bando y otro, por conveniencia y por nerviosismo, como si la aseveración fundara algo y el mero giro de la frase fuera un desahogo de la culpa que no se puede quitar de la cabeza el nepotista implicado. Un lavado de conciencia con una digresión y, de paso, un insulto a la defensiva, propio del atormentado por la culpa. A ese extremo se ha llegado en la justificación nepotista: si no lo eres, estás rodeado de idiotas. Habría que volver al sentido griego original de la palabra “idiota”: el que se mantenía en el ámbito privado, lejos de la vida pública. Lo cierto es que quien critica señalando el nepotismo se implica con una responsabilidad social. Ojalá hubiera más personas capaces de señalar nepotismos. Lo usual es omisión y desidia. De manera que la operación es inversa: son los nepotistas quienes se encierran en su propio círculo, aislados de la vida pública, incapaces de percibir el daño a la sociedad. El nepotismo va más allá de los cargos públicos, se orienta también a conceder algo de un bien común a alguien con quien se mantuvo o mantiene vínculos sin ninguna clase de concurso ni valoración objetiva, como negocios previos, colaboraciones o publicaciones, o ser funcionario dentro de la misma institución que concede a un familiar un contrato o un premio. Para convencerse, el nepotista se susurra a sí mismo, hasta quedarse sordo, que el mundo es pequeño para encontrar otros talentos, y hasta se pavonea suponiéndose honesto. No lo es. El mundo es mucho más grande y casi siempre mejor que el más taimado de los nepotistas. A ellos no se los puede cambiar, pero si se puede evitar que otros sigan sus pasos. Estos son los que importan. (O)