Si miras hacia arriba, la gente vive y trabaja en hermosos rascacielos desde donde dominan el mundo. A veces descienden para pasear entre nosotros, esquivan bolsas de basura e hilos de orina para llegar a esos restaurantes de lujo con que los simples mortales soñamos admirándolos en series, libros y películas. Los fines de semana pasean a sus perros en Central Park. Criaturas privilegiadas: guardería y peluquería canina, la comida más nutritiva, veterinario para el mínimo malestar. Las prósperas neoyorquinas regresan sonrosadas de su entrenamiento de boxing, barre o la disciplina de moda esa temporada. Outfit de Lululemon, yoga mat al hombro, frappé de $ 10 en mano, alzando bien los pies para no pisar a los menesterosos que se arraciman por doquier. Si miras hacia abajo, en NY miles viven en las calles, tirados en parques, plazas y estaciones de metro. A veces se levantan y pululan entre las multitudes de Times Square, turistas de camino a un musical o fotografiándose ante gigantescas proyecciones publicitarias de consumidores felices en mundos perfectos.

Me pregunto cómo será vivir en esta ciudad donde no hay perros callejeros sino personas malviviendo como animales desamparados en las calles, mientras los perros viven como princesas en sus palacios del Upper West Side. Cómo vivirán los millones de migrantes que mantienen en funcionamiento los engranajes de la maquinaria: en hoteles, restaurantes, museos y aeropuertos se habla español. En el subway a Queens me sentí en casa entre los ojos melancólicos de mi tierra. Algunos satisfechos al salir de la oficina, otros cansados tras pasar el día en Broadway vendiendo jugos. Cómo quisiera conocer sus historias… Una sola sí escuché de boca del guardia de un hotel en Manhattan. Al oírme hablar español me preguntó en mi lengua de dónde era. Soy ecuatoriana, le respondí; yo de Puerto Rico, me confesó, pero mi mejor amigo de la infancia era ecuatoriano, en Chicago, donde yo vivía antes de venirme pa cá, me aclaró. Funis se llamaba, Funis Fuentes, dijo alzando la mirada como quien busca en el aire algún fantasma del pasado. Éramos como hermanos, nos criamos juntos en el barrio, mi mamá lo quería como a hijo propio, me contó con esa manera que tenemos los latinos de abrirle el corazón a cualquiera. Lo mataron, con un cuchillo así, de una puñalada lo mataron, en plena calle, mientras yo estaba fuera visitando a mi familia en Puerto Rico. Ya no volví a verle. Le lloré con lágrimas... Era mago, añadió para romper el silencio de la pena súbitamente compartida, jugaba a los dados en la calle, pero un día se pasó de listo con un tipo y este le sacó un cuchillo. Y fin.

Cómo será morir en un país extranjero, en una ciudad salvaje y frívola. Siento el poder del agua arrastrarme hacia las entrañas de la tierra, el vértigo del rascacielos que se alza ante el abismo que nos hunde en ese lugar donde en 9/11 casi 3.000 personas de 93 países perdieron la vida. Acaricio sus nombres, tantos nombres de hispanos que encontrándose en la cima del mundo cayeron víctimas de la violencia más absurda de que somos capaces los humanos, seres infinitamente buenos pero abrumadoramente crueles. (O)