Las sociedades funcionan cuando hay un mínimo de confianza y otro tanto de solidaridad y respeto, y si la gente puede hablar sin miedo; si se puede caminar sin mirar atrás esperando el golpe a traición o la sorpresa del arranche; cuando es posible trabajar sin desasosiego. Las sociedades funcionan si la política es ocupación subalterna y si sobre ella están el entusiasmo y el esfuerzo de cada día; y si hacemos homenaje constante a la práctica de la tolerancia, a la discrepancia sin insultos, a la razón y a la negación de la violencia. Pero si una sociedad se radicaliza y coloca a la política y a sus ideologías y tácticas sobre la hermandad, es que ha llegado la plenitud del odio, significa que se ha instalado la guerra civil mental y que se ha desterrado toda posibilidad de consenso. Ese es el método más eficaz de los “revolucionarios”.

El Ecuador está entrando en el terreno minado de la explotación política del odio. Ya no nos vemos como antes; empezamos a buscar, y a encontrar, sistemáticamente, razones para desconfiar, ofender y creerse cada cual juez de la verdad y la justicia. Estamos envenenando la vida. Cada mañana, salimos de casa con el fastidio o el rencor a flor de piel, después de mirar noticiarios, declaraciones tonantes y anuncios de violencia concertada que apuntan a destruir el verdadero concepto de comunidad.

El discurso de odio

Un coctel venenoso

El odio, que comienza como sentimiento, encuentra pronto ideologías que le “dan sentido”, doctrinas que lo justifican, tesis que afinan el afán de desquite. Entonces, se “racionaliza” el rencor, y en la sociedad se instala la lógica destructiva. La dialéctica de la venganza genera respuestas y todos se sienten autorizados para actuar según ella aconseja. La historia está llena de ejemplos de las tragedias que este fenómeno produce, de la confianza que se pierde, de la colaboración que desaparece y de cómo la gente termina ensimismándose, encerrando en sus pasiones, en sus miedos y angustias. El vecindario se convierte, entonces, en arrabal lleno de enemigos, la oficina, en infierno de rivalidades, los pasajeros del bus, en racimos de gente fruncida, los conductores, en prepotentes armados de automóvil.

La dialéctica de la venganza genera respuestas y todos se sienten autorizados para actuar según ella aconseja.

Se ha olvidado la democracia como sistema para llegar al poder, para articular tesis, tolerar diversidades, legitimar la representación. Ahora es la imposición lo que rige, la amenaza lo que opera, el paro lo que funciona. El miedo es lo que empapa la sociedad, miedo a la delincuencia, temor a las acciones políticas; susto y sobresalto es lo que marcan los días.

El brutal crimen de odio racial: Hombre propina más de 125 puñetazos, patea y escupe a una mujer asiática de 67 años

Es en la política donde el rencor alcanza plenitud. Lo que ocurre en Latinoamérica es ejemplo de la degradación de las instituciones, y es evidencia de que el único remedio contra la destrucción de la racionalidad es el consenso, el mínimo acuerdo entre gente civilizada, que está obligada a asumir ese inteligente y generoso sentido de la política y de los comportamientos sociales, para evitar tragedias donde triunfan la ceguera, la fuerza y la negación de las razones de los “otros.”

¿Podremos escapar de la trampa de la violencia? (O)