Una nueva dificultad nos asalta a los asistentes al cine, a quienes apreciamos los filmes en pantalla grande y en la caverna oscura y feliz de una sala reglamentaria. No desprecio las facilidades del cine en casa, en aparatos de televisión, ni en las tabletas o celulares –en casos de imperiosa curiosidad–. Y digo nueva porque tomar el volante y circular por las calles de nuestra ciudad merece un minucioso análisis de horas, días y riesgos que puedan entorpecer las salidas.

Ahora me refiero a la lectura atenta a los avisos –solo en redes, porque los anuncios en prensa desaparecieron hace rato– que informen al potencial público si las películas se pasan dobladas o subtituladas, porque atentando contra una faceta del verdadero arte de representar –en el caso de los actores– que es el uso de la voz, con todo lo que ello significa, la mayoría de las salas cinematográficas prefieren el doblaje, invadiendo nuestros oídos de falsas voces que, me imagino, hacen esfuerzos para imitar las verdaderas, de los actores del filme original.

Pasados preferidos

¿Será una concesión “graciosa” –como todas las concesiones– para la masa ociosa de lecturas, el ofrecer películas con esas voces neutras, carentes de matices? Entiendo que un público infantil esté en la mira de esa decisión, pero ya no el adolescente ni ninguno más. Leí subtítulos desde muy temprano y creo que ese rasgo influyó en mi condición de espectadora idónea: concentración, mirada rápida, memoria abierta a los diálogos, apertura del oído a ciertos idiomas extranjeros y, lo más importante, al uso de la voz como instrumento artístico. Esta, como el rostro, como las manos, se queda en la memoria del espectador: yo identificaría la chillona voz de Elizabeth Taylor, que no acompañaba la belleza de sus ojos que podían impregnarse de todas las miradas; la blanda, de Marlon Brando, tampoco ideal para su tipo de hombre rudo; el vozarrón de Charlton Heston, perfecto para sus personajes como Moisés y Ben Hur.

Es cierto que la voz se educa, como toda carrera de arte dramático lo hace y las actividades periodísticas radiales lo confirman. Por alguna parte leí que Maryl Streep tiene especiales habilidades en imitar acentos –fue uno de sus méritos al interpretar a una sobreviviente judía en La decisión de Sophia–. En cambio, Selena Gómez, con una arrastrada pronunciación del español, en Emilia Pérez, encarnando a una mujer mexicana, parece un desacierto.

¿Atrapados en la red?

¿Perder toda esa riqueza porque a los dueños de los cines les parece que tendrán más asistentes con películas dobladas? Y si es cierto, quiere decir que los habitantes de Guayaquil requieren de una auténtica inyección educativa en materia de apreciación cinematográfica. Encuentro hasta una diferenciación barrial en las proyecciones. Ocurre que, en los cines del sur de la ciudad, casi nunca se ponen subtítulos en las películas. ¿Acaso los pobladores de los sectores del Astillero, Seguro, Centenario, La Saiba, Esteros, Acacias, Guasmos y demás estamos discapacitados para leer?

No me resigno a tener que torear las dificultades de este Guayaquil de nuestros dolores para acudir a funciones, que solamente a partir de las siete de la noche y que se hacen a considerables distancias –Los Ceibos, Entrerríos–, a mis indispensables proyecciones con subtítulos. (O)