Aunque Augusto Monterroso señaló con gran humor y talento que a los escritores latinoamericanos, frente a las situaciones políticas, les podía tocar tres destinos –destierro, encierro o entierro–, me atrevería a añadir un cuarto destino: convertirse en personaje de novela. Hay una tradición literaria de décadas. Poetas y escritores, y la literatura como tema en sí mismo, asoman desde las novelas de Vargas Vila a las de Vargas Llosa, y pululan en libros de Humberto Salvador, Borges, Lezama Lima, Josefina Vicens, Jorge Enrique Adoum, Elena Garro, Alfredo Bryce Echenique, Jaime Bayly, y no digamos en las grandes generaciones últimas de Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño, César Aira o Javier Cercas. Quizá Bolaño marca una presencia más recurrente sobre el tema del escritor. Es un tema clásico. La novela de formación da cuenta, desde Goethe, sobre la búsqueda de un joven artista. En 2022 se publicaron dos novelas ecuatorianas sobre el tema: Ulises y los juguetes rotos, de Ernesto Carrión y Tamia, el universo de Roberto Rodríguez Paredes. Y hay muchas más en los años anteriores que giran en torno a la literatura y sus escritores. La más reciente, y sobre la que quiero hablar en esta ocasión, es Bruma (Seix Barral, 2023), de Miguel Molina Díaz. ¿Es indicio de algo? Por supuesto. Todo abordaje desde la novela plantea una crítica al estado de la realidad, lo fisura, lo desdobla, lo resiste, ironiza sobre él y propone nuevos caminos o el agotamiento de los caminos que se han dado.

El protagonista de Bruma, Emilio Cueva Salazar, ecuatoriano, desencantado por una relación incumplida con Martina Moscoso, viaja a Barcelona para hacer una maestría en literatura y convertirse, en sus propias palabras, en “el máximo representante de la literatura ecuatoriana”. Lo que ocurrirá será una profunda ironía sobre estos tópicos. Particularmente fascinantes son los personajes femeninos, tanto la chica imposible de Emilio como la que encuentra en Barcelona, Belén Garmendia, una joven profesora de literatura, de origen venezolano, que sufre el exilio y la imposibilidad de regresar a su país. Atención con el cambio de época: ya no es un exiliado de izquierda que huye de un gobierno dictatorial de derecha; es una exiliada que debe huir de un país destruido por un gobierno de izquierda. Ambas son mujeres brillantes, talentosas, fuertes, más inteligentes que el mismo Emilio –lo que denota ya la maestría del novelista– y también son profundamente solitarias. En medio de la escenografía literaria destacan con un esplendor enigmático que la novela no resuelve, como si se acercara a ellas en un tramo donde forman a Emilio, que finalmente no sabe secundarlas bien para armar una vida posiblemente más auténtica. Aunque tampoco está garantizado ese destino.

Es la autenticidad uno de los fondos problemáticos de la novela de Miguel Molina Díaz. Emilio terminará con un aparente éxito. Disimulará su derrota con la defensa inflada de la publicación en editoriales independientes y pequeñas, con la boca chica del que supuestamente apuesta por una honestidad de literatura menor pero que no sabe cómo digerir el fracaso de su vanidosa expectativa, y termina contemporizando con el lenguaje inclusivo y demás guiños políticamente correctos para afiliarse –¿cómo “aliade” oportunista?– a una periferia ávida de capital simbólico (Pierre Bourdieu dixit) que busca tapar el sol de la realidad con un dedo autocompasivo o una conveniente “x”. En resumen, una parodia profunda y amenamente articulada de la mediocridad contemporánea vestida de buenas y malas intenciones.

Molina Díaz estudió en el máster de escritura creativa de Nueva York donde tuvo a profesores como Salman Rushdie. Privilegio de pocos, el sentido del humor de Rushdie debió revelarle o inducirlo a aceptar su propio humor. Su primera novela lo muestra como un promisorio novelista que apuesta por la esencia fundamentalmente cómica de la novela, en la que se necesita un complejo humor para desmontar los discursos de una sociedad y de un tiempo pagados de sus propios mitos y encumbramientos. Por supuesto, desmonta los tópicos del sistema literario español –el autor efectivamente vivió en Barcelona– pero a diferencia de su personaje, que anda desesperado por entrevistar a íconos hispánicos como Enrique Vila-Matas o Javier Cercas, y nunca lo logra, y además incurre en una impostura, el autor real si los entrevistó y publicó esas entrevistas, lo que pone en evidencia ese saber primordial de la imaginación novelística: no el traslado literal, no la exacerbación realista que funciona mejor en otros registros y géneros, sino la apuesta, proporcionalmente inversa, que permite desviarse de la realidad por medio de una digresión imaginativa donde la ficción cumple su papel crítico y disonante, y que se añade a lo real como un mirador de la libertad individual.

Este despliegue de temas indica la necesidad de cambio en el sistema literario y es el cambio en sí mismo. Como ocurrió con el Quijote, donde se ironizó sobre las novelas de caballerías porque el mundo de la literatura se transformaba y había que saber de dónde se venía. En la mente del novelista, cada libro es un proceso de asimilación y conversión. Que en una primera novela como Bruma se aborde este tema muestra la presión de la realidad que Wallace Stevens consideraba el factor determinante del carácter artístico de una era. Resistirse a esa presión o eludirla, decía Stevens, cancela la presión. Desde José Donoso a Roberto Bolaño y César Aira, y ahora con Bruma de Miguel Molina, se busca disolver la presión del boom latinoamericano y de todos los booms que el sistema literario seguirá acogiendo o creando, que dan luz excesiva a ciertos tópicos pero que también permiten una necesaria penumbra para que asomen obras reveladoras, de más larga duración, que van por encima de las tendencias de moda y que se escapan de lo que se espera, de lo que se debe, de lo que se exalta sin mirada crítica y con mucha demagogia de turno. Celebro el perfil de talento que asoma con fuerza en la primera novela de Miguel Molina Díaz. (O)