Hemos visto que se incrementa exponencialmente la población de ancianos, cada vez más expuesta a difíciles condiciones, como enfermedades, desempleo, soledad. Esta grave situación se convertirá en el problema del siglo, que se complica al expandirse una ola de gerontofobia, de odio a los viejos. Pretenden orillarlos para que se sienten al borde de la tumba a esperar quietos la muerte. El que se llamó “el poder joven” es ahora una forma de discriminación, cuya áspera mueca se considera la razón política suprema. Todo se empeora cuando imponen a terceros cargas ilegítimas, con las que se intenta desenredar este complejo nudo de grietas y escollos sociales. No se ha planteado una solución o, más bien, soluciones, porque hay que enfrentar una problemática múltiple.
Algo adelantamos cuando dijimos que lo primero es dejar en paz a los mayores para que disfruten libremente de su vida. Se deben derogar todos los límites de edad para ejercer ciertos derechos, salvo aquellos que de manera indudable los protejan de actividades peligrosas, pero cuidado con mimarlos con preferencias forzadas que rápidamente se vuelven en su contra. Que nadie sea excluido por el mero hecho de haber llegado a la llamada tercera edad, que se les den facilidades, pero no privilegios.
El sistema previsional es la columna vertebral de la atención a los ancianos. En casi todo el mundo está basado en la “solidaridad obligatoria”, paradoja tan absurda como una “obligación voluntaria”. Esta ilógica política parte de la infundada esperanza de que la población seguirá creciendo indefinidamente para mantener a los retirados del futuro. De pronto, una parada en seco, los jóvenes se niegan, y están en su derecho, a reproducirse con tasas que atenten contra sus legítimos propósitos vitales, contra su felicidad. No se pueden ya aumentar los porcentajes de imposición.
Hay que superar este sistema pseudosolidario. La alternativa lógica es una estructura de cuentas propias de ahorro personal obligatorio. Lo que se ha acumulado en toda una vida de trabajo no puede seguir siendo administrado por las burocracias, a pretexto de ayudar a generaciones pasadas. Cada uno será dueño de su propio fondo, se puede objetar que sea obligatorio, pero hay que evitar que los que no tienen habilidad o voluntad de guardar se conviertan en el porvenir en carga para el resto. Este haber pertenece al trabajador, no podrá ser confiscado a su muerte como ahora, sino legado a sus sucesores. Ya funcionan sistemas de este tipo, a veces en combinación con los “solidarios”. ¿Y cómo les va a esos países? La verdad es que ni del todo bien ni del todo mal. ¿Y a los de la otra posibilidad, que son los de la mayor parte del mundo? Igual o peor, pero en estos casos, con demasiada frecuencia, para completar la cuota se recurre al Estado, o sea, a los contribuyentes, o a la maquinita de hacer billetes, generando inflación que es el peor impuesto por donde se lo vea. ¿O no lo hemos visto? Nadie dice que es una solución fácil ni milagrosa y lo que es peor, su implementación completa tomará tal vez dos décadas. Pero es lo que hay, una solución de plata, a falta de una de oro. (O)