Los ciudadanos venezolanos sienten un poder que las más profundas catástrofes revelan y que muchos hemos olvidado. Viven una crisis que por un lado es rezago del cambio de siglo y por otro una prefiguración de los desafíos del porvenir. En tales fisuras del sistema internacional se mueven más claramente las potencias regionales. “Los gobiernos de Brasil, Colombia y México”, articularon en un comunicado conjunto el 1 de agosto, “felicitamos y expresamos nuestra solidaridad con el pueblo venezolano” aunque resolvieron que “las controversias sobre el proceso electoral deben ser dirimidas por la vía institucional.” Esta defensa del orden del Estado nacional viene con un precio, pues al saludado pueblo se le pide ejercer la “contención en sus manifestaciones.” Sin embargo, el texto expone al final una dirección histórica tan inequívoca como difusa, porque suena como una trillada redundancia: “la soberanía de la voluntad del pueblo”.

Despuntan aquí también las potencias mundiales que generan movimiento desde otros continentes. La ‘tiranía de Maduro’ tiene un rol destacado en la insurgencia de los regímenes llamados “revisionistas”, aunque estas asociaciones sean mediadas por una actitud de ‘Maduro podrá ser un tonto, pero es nuestro tonto’. No es una cuestión meramente ideológica de los valores que promueven, sino de ejes de resistencia. Aquí se ven atadas en variable medida las potencias regionales. Rusia pasó de exportar a Brasil 74 mil toneladas de diésel en 2022 a 633 mil en 2023. México no sólo es un campo abierto para operaciones encubiertas, pero es sabido que China es fuente principal de precursores químicos de narcóticos ilícitos. Ambas potencias lideran el bloque BRICS, donde hallamos a Brasil y Colombia, con México y Venezuela dispuestos a unirse. Más divulgada quizás sea la propaganda que impulsan en defensa de un mundo multipolar. No sin ironía, esta (des)información fluye con relativa naturalidad a través de las fronteras nacionales que pretende congelar.

Pero no puede dejarse de observar que la “superpotencia” sigue en pie tras el colapso de su único rival. Ciertamente, se da la apariencia de una contracción mundial de EE.UU., pero es un efecto visual que resulta de su estabilización, pues la anterior preeminencia y responsabilidad fue extraordinaria. Dejando de lado brevemente el “poder blando” de este “imperio posmoderno”, es suficiente notar materialmente que de los 27 portaviones a nivel mundial, aquellas “naves capitales” cuyo rol en la Segunda Guerra fue imprescindible en el Pacífico, once son americanos mientras que Rusia y China suman tres con severos límites estratégicos. Mas el peso estadounidense en América Latina es todavía mayor debido a la relación geopolítica continental, como se vio en la Guerra Fría. Hoy vemos tal poder proyectado por órganos del Estado nacional, como la Organización de los Estados Americanos. Con todo, esta no pudo siquiera pasar una resolución de condena a Venezuela por falta de votos. Las organizaciones internacionales son insuficientes frente a los desafíos venideros porque, como en el Colegio Electoral que rige las elecciones del presidente de EE.UU., no son las personas quienes votan sino los Estados.

Los roces entre las potencias generan temblores en todos los continentes, algo reflejado en el fatalismo y miedo que siente la persona singular. Y por más mejora que la democracia liberal encauce, el culto al progreso se queda corto. Es claro que la proposición ‘liberación económica genera liberación política’ es de naturaleza ideológica, como mostró China. Pero más peso tiene otro postulado, más arraigado que la recitación ritual de libre mercado como panacea universal. Este razonamiento urge atenerse a las vías diplomáticas para salvaguardar la soberanía nacional, un principio violado por las potencias a conveniencia. Es un pensamiento fundamentalmente desacertado y esto puede ser sentido en el corazón: no todo es negociable. Esa realización a nivel popular puede deshacer a las autoridades, como acaba de verse en Bangladesh. En América Latina presenciamos un caso análogo a la política de apaciguamiento que, hace casi un siglo, pretendió hacer concesiones frente a la tiranía que se expandía por Europa; ahora lo vemos en el microcosmos de Venezuela. Así como Hitler, Maduro no parece dudar de repetidas veces violar los acuerdos que, con altavoz, una y otra vez ha prometido cumplir. Es preciso recordar cómo los Aliados tuvieron que afrontar al totalitarismo. (O)