Ya llega diciembre y sueño con esa ropa divina que no tengo, pero que quisiera vestir en todas esas fiestas que se vienen. Soy de esas que se prueban cien atuendos y frustradas sentencian: no tengo nada que ponerme. Eternamente insatisfecha con blusas, faldas, pantalones y vestidos que se acumulan colgados, doblados, hechos bola, olvidados; la cuenta bancaria desangrándose al ritmo de esa adicción a la ropa “bonita”. Como todo vicio, nunca logramos lo que anhelamos, y cuando creemos haber hallado el estilo ideal resulta que la tela es de esas que apestan tras dos horas de arañarnos la piel; o que la espalda es demasiado ancha, o el largo muy largo, o corto; o el color, la forma, la caída traiciona lo que prometió en el espejo del probador. O esa blusa “única” se la vemos puesta a la vecina que no quisiéramos ser (o parecer) ni muertas.

La ropa, ese objeto íntimo sobre la piel absorbiendo nuestro calor y olor, transmitiendo queriendo o sin querer lo que somos o quisiéramos ser. Uniforme (obvio o encubierto) de escuela, empresa o grupo social; me visto para pertenecer al club de los ricos, alternativos, ecologistas, fashionistas. Vestirse es disfrazarse, ya no de pirata, reina o garrapata (son tantos los sueños de la infancia), sino de joven, sexy, exitosa, deportista, quemeimportista. Vestirse es comunicar al mundo no solo tu color y estilo preferidos, sino tu estado de cuenta. Miento, la ropa es ideal para pretender. Tale as old as time, hay estrategias para escalar socialmente, una de ellas: vestirse de rico. La famosa novela del suizo Gottfried Keller La ropa hace al hombre (1874) cuenta la historia de un sastre que va elegantemente vestido así que la gente asume que es un conde. Tímido, no acierta a desmentir el malentendido y termina enamorando a la hija de un aristócrata. Finalmente se casan y con el dinero de su mujer monta un taller de alta costura cuyas ganancias lo convierten, ahora de verdad, en un hombre de fortuna. Otra es la historia de El chulla Romero y Flores, quien con premeditación y picardía teje la estrategia de su ascenso social. Para ello le sirven su apellido y la ropa ajena. El caballero del frac prestado es el título con que se publicó en alemán esta gran novela del ecuatoriano Jorge Icaza. Dicen que el hábito no hace al monje y que aunque la mona se vista de seda, mona se queda, y es cierto que la ropa cara no nos hace ricos (de hecho, suele empobrecernos), ni la ropa bonita nos hace bellos, pero ay, las apariencias, no solo engañan: deslumbran.

Y sin embargo, la ropa no es solo apariencia, es caricia, rasguño sobre la piel. ¿Quién no recuerda haber sido joven y estar enamorado: abrazar, oler, usar la ropa del amado como un hechizo para invocar su presencia? La madre que pone su camiseta sudada en la cuna del bebé para embriagarlo con su aroma de amor y protección, la esposa que cuelga la ropa de su marido y sonríe pensando ¡qué calzoncillos tan feos!, el abuelo que se aferra a sus corbatas para una oficina que ya no existe. Y es que la ropa no solo se viste: se siente, se huele, se vive. Cada prenda es, debería ser, una historia por descubrir, una historia a punto de escribirse. (O)