Vivimos en la era del postureo de bajo costo. Nunca en la historia de la humanidad ha sido tan barato y sencillo para una proporción tan alta de los habitantes del planeta manifestar su opinión sobre casi cualquier tema, y a través de esa manifestación desde un teclado emitir sentencia sobre cualquier situación o individuo. Por supuesto que esto no significa que sea obligatorio, ni conveniente, opinar sobre todo en todo momento.

El “virtue signaling” o el postureo para exhibir determinadas opiniones o sentimientos que demuestren que uno es de carácter virtuoso nos calza particularmente bien a los hispanoamericanos. Juan Francisco Pardo Molero en su libro El gobierno de la virtud: política y moral en la monarquía hispánica (siglos XVI-XVIII) (Fondo de Cultura Económica, 2017) explica que en la tradición de la monarquía católica se consideraba que era el deber de los gobernantes “favorecer las condiciones propicias para una vida virtuosa”, llegándose a considerar que es “responsabilidad de los gobernantes” no solo practicar la virtud, sino también “la felicidad de los súbditos”. En cambio, las trece colonias inglesas, también con una fuerte influencia clásica que perseguía la virtud, creían que cada individuo debía hacerse cargo de su propia “búsqueda de la felicidad”, como se estipula en la Declaración de la Independencia de Estados Unidos.

El problema con la virtud a través de otros o, mejor dicho, a costa de otros, es que suele derivar en todo lo contrario. Pardo Molero dice que esto

derivó en que la actuación de los individuos se juzgue más por sus intenciones que por sus resultados. Esto derivaba en que “los comportamientos cotidianos chocaban a menudo con los modelos: es especialmente significativo que en la monarquía hispánica los ideales de gobierno relativos a la integridad de los oficiales contrastaban con prácticas venales y corruptas”.

Además, agrega, “actuaciones vistas como correctas o incluso virtuosas por unos podían parecerles lo contrario a otros: la arbitrariedad en la aplicación de justicia, a veces explicada en aras de la equidad, la misericordia o la clemencia, podía verse llanamente como injusticia; (…) y, a veces, (..). se veían como fruto del favoritismo o del capricho”.

Esta concepción del gobierno de la virtud vuelve al Estado presa fácil de grupos de intereses especiales que buscan presentarse como virtuosos a costa de otros. Este es el caso, por ejemplo, de YASunidos y los jueces activistas de la Corte Constitucional que han terminado imponiendo su criterio político particular al resto de los ciudadanos sin pagar el costo de sus decisiones. Los primeros, por cierto, han perdido toda credibilidad desde que manifestaron su oposición a la eliminación de los subsidios a los combustibles. Los segundos realizan fallos ignorando la realidad y excediéndose en sus atribuciones.

No habría ningún problema de que cada uno practique su versión particular de virtud, ya sea esta la de llevar un estilo de vida vegano o prescindir del uso de los combustibles fósiles en la mayor medida posible, siempre y cuando cada uno se haga cargo del costo de esa decisión. Las cuatro virtudes en la antigua escuela de filosofía de los estoicos son la sabiduría, el coraje, la prudencia y la justicia. Vivir a costa de otros las contradice. (O)