Siempre he considerado el acto de votar como una fiesta. Desde los 18 años, cuando voté por primera vez, hasta ahora, con más de 80, nunca he dejado de participar. Voy temprano, alrededor de las ocho, con mis mejores atavíos, zapatos cómodos y lo necesario para sortear cualquier imprevisto. Llevo una pluma azul en el bolsillo y, si hace falta, algo para plastificar el documento. También me aseguro de que los miembros de mesa hayan desayunado. En general, tienen cara de haber pasado una mala noche, y si es necesario, les hago llegar un desayuno sencillo pero contundente, compartido con dos policías que suelen verse igual de fatigados.