El juez italiano Sergio Gonella dio los tres pitazos finales del Mundial 1978 y Leopoldo Luque, cerca suyo, levantó los brazos en triunfo. Ambos están muertos ya. Gonella, aliviado de haberse sacado de encima una pesa de una tonelada: era un partido difícil de encauzar, tal vez peor que eso, terrible. Por la importancia, el ambiente y porque se pegaron duro. Argentina quería ser, por fin, campeón; Holanda no deseaba otro subcampeonato. Luque, con el rostro y la camiseta ensangrentados producto de un golpe con el antebrazo de un defensor holandés, pero feliz, exultante. Era lo último que podía pasarle en ese Mundial. Y lo más leve. Una abolladura más, esta solamente física. Con toda seguridad, ningún otro futbolista en la historia sufrió durante un Mundial las adversidades del centrodelantero argentino, pruebas que su coraje fue superando como en una carrera de obstáculos, sorteaba uno y aparecía otro.

“No hay cosa como la muerte para mejorar a la gente”, ironizaba Borges. ¿Fue un jugador excepcional, Luque…? Fue un delantero importante, muy fuerte mentalmente, que sabía con la pelota, al punto de haber comenzado como volante ofensivo por su capacidad técnica. Él mismo lo contaba: “Yo era 10, pero Unión contrató a Victorio Cocco, que era un crack, imposible sacarle el puesto, así que Juan Carlos Lorenzo me dijo: ‘Desde ahora usted va a ser el 9’. Y quedé ahí”. ¿Era un goleador notable…? No, arañó los 140 tantos en toda su campaña, pero hizo los goles justos en los lugares y momentos clave. En 1974 marcó algunos trascendentes que sirvieron para el ascenso de Unión de Santa Fe a Primera División. En 1975, en un certamen de 38 fechas, apenas anotó ocho, pero dos fueron a River, uno de local y otro de visita, lo cual determinó que el club de la banda roja adquiriera su pase. Llegó al Monumental un viernes a la noche, debutó horas después frente a Boca en la Bombonera en la fecha inicial del Torneo Nacional 1975 y convirtió el gol del triunfo por 2 a 1. Y en el Mundial 1978 hizo cuatro veces red, uno a Hungría (2-1), otro a Francia (también 2-1) y dos a Perú (6-0). No le sobraban, pero le alcanzaban.

A fines de 2016 le dijo a Diego Borinsky, de El Gráfico: “Mi último ídolo fue Johan Cruyff. Estaba en la B con Unión, veía el Mundial 1974 por televisión y hacía cuentas, pensaba si en el siguiente podría tener yo una chance. Y mirá cómo son las cosas, en el Mundial 1978 me tocó usar el número 14, por abecedario, el mismo número que llevaba Cruyff”.

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Le costó todo a Luque, deambular por clubes de ligas menores y torneos regionales. Con 25 años seguía jugando en Primera B. Persistió, luchó y un día salió el sol también para él. El ascenso con Unión, el reconocimiento, la Selección… El oportunismo era su aliado, su santo protector. Siendo todavía jugador unionista, Menotti le dio una chance en la Copa América ante Venezuela en Caracas: ganó Argentina 5 a 1 con un gol de Kempes, otro de Ardiles y… ¡tres de Luque…! Insólito, más goles que Kempes, el Haaland o el Mbappé de aquel tiempo. Y se quedó con la celeste y blanca. Vino el Mundial y Argentina armó una delantera potente, virtuosa: Bertoni, Luque y Kempes.

Al gol del estreno ante Hungría le seguiría el drama. El 6 de junio de 1978 Argentina afrontaba su partido más difícil, ante una Francia fuertísima con Platini, Rocheteau, Bossis, Tresor, Battiston, Lacombe... Iban 1-1 cuando, cerca del final, Luque recibió un pase de Ardiles y sacó una bomba que dejó parado al arquero Demanes. “Mi intención fue devolvérsela a Ardiles, pero la marca se fue con él, así que la bola picó y le di con todo al arco. Ya cuando iba a mitad de camino sabía que iba a entrar, porque el arquero estaba quieto todavía, se tiró tarde. Al ratito me luxé el codo…”.

Gritó ese gol como un poseído sin saber lo que había pasado, lo que pasaría. Argentina se puso en ganancia, pero un par de jugadas después Luque cayó mal y el codo se le subió casi hasta el hombro. El dolor del brazo era inaguantable. “Me acomodaron el codo, me pusieron el brazo en cabestrillo y me mandaron para el vestuario. Pero hice dos pasos, me acordé de mi familia y volví al campo, porque el Flaco ya había hecho los dos cambios y no podíamos quedarnos con diez. Y porque me acordé de mi papá y de mi mamá. Imaginé que mi vieja era capaz de venirse corriendo desde Santa Fe si no me veía en la cancha. Entré para que me vieran que caminaba, jugué un rato con el brazo colgado”. Una lesión fea.

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No sería lo peor. Eso vendría tras los festejos en el vestuario. Horas antes del partido, mientras viajaba a Buenos Aires para ir a ver el juego, murió su hermano Óscar en un accidente automovilístico. “Mi papá dio la orden de que no me avisaran para que yo jugara”. Se enteró de la tragedia a la mañana siguiente, en la concentración, al bajar para el desayuno. “Estaba toda mi familia ahí, raro, pero pensé que habían viajado por mi lesión. La veía a mi vieja sentadita al fondo, llorando, se acercaron mi viejo y mi tío y me dijeron: ‘El Cacho tuvo un accidente y se mató’. ¡Qué te puedo contar de lo que sentí en ese momento!”.

Inmediatamente hizo los 470 kilómetros hasta Santa Fe. Se despidió para no volver, en dos semanas terminaba el Mundial y entre la lesión y la desgracia no había retorno posible. Faltó en la jornada siguiente y Argentina perdió 1-0 contra Italia. ‘Tenés que volver, ¿no ves que sin vos pierden…?’, me dijo mi viejo. Para mi papá, yo era el mejor del mundo. Falté también ante Polonia y al día siguiente me sumé a la concentración en Rosario”.

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Lo vendaron, lo infiltraron, soportó el dolor, pero estuvo ante Brasil. “Le pedí a Menotti jugar y anduve mal. Mi brazo era una morcilla. Practicaba caídas en los entrenamientos. Fue otra batalla más, nos matamos a patadas. Y para colmo, uno de ellos, Óscar, me metió un codazo en un salto y me dejó todo el ojo negro”. Al encuentro siguiente, menos dolorido, le hizo un doblete a Perú y luego la final. Maltrecho, exhausto, terminó siendo campeón.

Es la historia de un guerrero que el lunes perdió su batalla contra el COVID-19. Nuestros respetos, campeón. (O)